jueves, 18 de noviembre de 2021

La lengua excluyente

 Cristina Peri Rossi

Yo tenía cinco años. La maestra escribió en la pizarra: "Todos los hombres son mortales". Sentí un enorme alivio, un gran regocijo.

Esa tarde, cuando salí del colegio, corrí a mi casa y abracé muy estrechamente a mi madre.
"Qué suerte, mamita, tú no te vas a morir nunca!" le dije, arrebatadamente.
"Qué?" preguntó mi madre, sorprendida.
Me separé apenas de ella y le expliqué:
-La maestra escribió en la pizarra que los hombres son mortales.
Y tú eres mujer!. Por suerte, eres mujer, dije y volví a abrazarla.
Mi madre me separó tiernamente de sus brazos.
-Esa frase, querida mía, incluye a hombres y mujeres. Todos y todas moriremos algún día.
Me sentí completamente consternada y desilusionada.
-Entonces, por qué no escribió eso?: "Todos los hombres y mujeres son mortales"?, pregunté.
-Bueno- dijo mi madre, en realidad, para simplificar, las mujeres estamos encerradas en la palabra "hombres".
-Encerradas?- pregunté. Por qué?
-Porque somos mujeres- me contestó mi madre.
La respuesta me desconcertó.
Y por qué nos encierran? le pregunté.
Es muy largo de explicar, respondió mi madre. Pero acéptalo así. Hay cosas que no son fáciles de cambiar.
-Pero si digo "todas las mujeres son mortales"?también encierra a los hombres?
-No- contestó mi madre. Esa frase se refiere sólo a las mujeres.
Me entró una crisis de llanto.
Comprendí súbitamente muchas cosas y algunas muy desagradables, como que el lenguaje no era la realidad, sino una manera de encerrar a las cosas y a las personas, según su género, aunque apenas sabía qué era género: además de servir para hacer faldas, el género era una forma de prisión.





viernes, 2 de julio de 2021

Adiós al coronel

 Jorge Abelardo Ramos

3/7/1974




Acaba de morir Perón, cuya inmortalidad aseguraban algunos de sus adictos más devotos. Pero había algo de verdad en semejante idea, pues a ese hombre singular podían aplicarse las palabras de Bismarck: “Todo hombre es tan grande como la ola que ruge debajo de él”. La ola de Perón no era el ejército prusiano sino la multitud innumerable que transmitirá su memoria al porvenir. Cabe decir de él, como de Yrigoyen, que fue “el más odiado y el más amado de su tiempo.”

Su tiempo comenzó en una madurez avanzada, a los cincuenta años. Cuando los coroneles se retiran o ascienden a generales para proyectar su retiro y concluir ordenadamente su vida, le tocó a Perón lanzarse a una aventura histórica, de una turbulencia e intensidad pocas veces conocida.

Ingresó a la acción pública cuando terminaban al mismo tiempo la crisis, la década infame y la Segunda Guerra Mundial imperialista. La neutral Argentina gozaba de prosperidad. Poco a poco, la desocupación de los años duros era absorbida por el impulso industrial creado a consecuencia del conflicto bélico y de la bancarrota del 30. Los peones se hacían obreros y las chicas de servicio doméstico, humillado y martirizado, ingresaban a las nuevas fábricas. Pero al llegar a las ciudades, no había lugar para ellos ni en los partidos políticos de izquierda, ni en los antiguos sindicatos influidos por tales partidos. Los trabajadores que se harían peronistas en 1945, descubrieron un sistema político fuertemente impregnado de la influencia anglosajona. La herencia del viejo partido de Yrigoyen había caído en manos de los alvearistas, amigos de Inglaterra, de la CADE y de los conservadores liberales. De Lisandro de la Torre, los demócratas progresistas no querían ni acordarse: participaban en amables tertulias con los protectores de los asesinos del senador Bordabehere, para urdir el ingreso de la argentina a la segunda gran guerra de las democracias coloniales. Naturalmente, el partido Socialista fundado por Juan B. Justo, integraba tales reuniones, que prologaban la inminente Unión Democrática. Para no ser menos, el partido Comunista, inspirado por Vittorio Codovilla (bajo la luz bienhechora de Stalin) era uno de los artífices de tal alianza, que pretendía reproducir en la Argentina el pacto de los Tres Grandes y los acuerdos de Yalta. Estos pactos se traducían al castellano mediante la exigencia de sustituir la lucha contra el imperialismo, por la lucha contra el fascismo. Como el fascismo era desconocido en el país, se idealizaba la presencia del imperialismo “democrático” y se recomendaba a los obreros de los frigoríficos no pedir aumentos de salarios para no dificultar “la lucha de los ejércitos que luchaban por la libertad del mundo”. Por su parte, la burguesía industrial era tan débil que ni siquiera contaba con un diario propio.

Al irrumpir en la historia, Perón se enfrentó con ese cuadro. Su robusto realismo político le permitió advertir que el país se encontraba en el umbral de una nueva edad. Muchos lo habían anunciado y hasta habían llamado a esa hora del destino: Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereira, el general Savio, el capitán de Fragata Oca Balda, el ingeniero Alejandro Bunge, Joaquín Coca, Manuel Ugarte. Desde el campo del Yrigoyenismo revolucionario, del nacionalismo burgués, del nacionalismo tradicional, del socialismo clásico y hasta del marxismo no staliniano, argentinos resueltos habían preconizado la necesidad de concluir para siempre con la vergüenza de la factoría inglesa, hermoseada con poetas anglomaníacos, con izquierdistas de Su Majestad o con trogloditas del nuevo orden.

Perón resumió a su modo algunas de esas aspiraciones explícitas. Encarnó las esperanzas latentes de las grandes masas que carecían de voz y los intereses de la nueva burguesía, así como llevó a la práctica el nacionalismo militar concebido por el general Savio. Esa síntesis fue su fuerza y su justificación histórica. Pero cada vez que una corriente nacional brota en América Latina, los doctos sabihondos se precipitan al error con un olfato infalible.

Pulularon en la época múltiples teorías sociológicas, que habrían erizado de risa o de cólera al viejo Marx, ya que muchos de sus apologistas invocaban nada menos que a semejante maestro. Desde 1944, cuando Perón pronunciaba sus primeros discursos en los balcones de la calle Perú, las preguntas o afirmaciones más corrientes eran: ¿Es fascista?¿Es falangista?¿Es un candidato a dictador?¿Es un agente alemán? Aquellos que tenían el dudoso gusto de leer la folletería de la “izquierda rooseveltiana” añadían con sabio misterio: “es un caudillo del lumpemproletariat”. Parece mentira, pero tales gentes de hace treinta años tienen prole ideológica, que repite las mismas vaciedades en nuestros días.

Perón fue el jefe de un movimiento nacional en un país semicolonial. Su poder personal emergió de la impotencia de los viejos partidos que se negaron a apoyarlo en 1945 y que prefirieron aliarse con Braden. Ese poder personal perduró como un factor arbitral en una sociedad inmadura. Adquirió por momentos un franco carácter bonapartista. Este fenómeno es habitual en los países del llamado Tercer Mundo, pues frecuentemente se revela como una verdadera necesidad general, para resistir la intolerable presión del imperialismo, altamente concentrado en su poder y dirección. Las contradicciones que se le reprochaban a Perón no eran sino la expresión personal de las clases sociales nucleadas en su torno y que el caudillo representó a lo largo de toda su carrera. No fue un “agente de la burguesía industrial” ni un “caudillo del proletariado”, ni mucho menos un “líder de poder carismático”. El vocablo “carisma” refleja la pobreza científica de la sociedad norteamericana, que ahora apela a la magia. El influjo de Perón no era sobrenatural o inexplicable. Consistía en interpretar el estado de ánimo y los intereses de las grandes masas y clases oprimidas. Cuando lo lograba, ese poder era tan inmenso como el que energía de las multitudes que hablaban a través de él. En otras ocasiones, ese poder era el de un ciudadano corriente.

Perón e Yrigoyen fueron los dos grandes caudillos nacionales en lo que va del siglo. Nadie podrá imputarle a lo largo de su prolongada lucha que haya sido infiel al programa que propuso al país en 1945. No fue un fascista, por supuesto, ni un socialista, naturalmente. Los gorilas del 45 no comprendieron lo primero, ni muchos de sus hijos, lo segundo. Perón siempre aspiró a ser él mismo su propia izquierda y su propia derecha. Como luchó por desarrollar un capitalismo nacional (estatal y privado) contra la sociedad inmóvil de la hegemonía terrateniente, ésta lo declaró indeseable, lo derribó y lo expatrió durante 18 años. El pueblo, sin la ayuda de los sociólogos, comprendió que sólo un patriota podía merecer tal castigo. A tal odio, respondió con un amor equivalente. Perón intuyó certeramente su próximo fin. El discurso del 12 de junio, que declaraba al pueblo único heredero de sus banderas, constituyó el testamento político de este varón singular, que entró en la muerte tan oportunamente como había irrumpido 30 años antes en la historia.

lunes, 14 de junio de 2021

El tamaño de una esperanza

 A 35 años de la muerte de Jorge Luis Borges

Por Teodoro Boot
En enero de 1926, en Salto Oriental, Jorge Luis Borges ponía punto final a la presentación de un breve compendio de ensayos aparecidos en distintas revistas, así como en la sección literaria del diario La Prensa. Publicados en julio de ese año quinientos ejemplares, libro y prólogo llevaron un mismo título, El tamaño de mi esperanza. Que así comienzan:
A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma (…) Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país.
Título, libro y prólogo compartirán un mismo destino: la desaparición forzada.

Anteriormente, Borges había publicado los poemarios Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente, así como la colección de ensayos Inquisiciones, pero será uno posterior, El idioma de los argentinos el que, junto a El tamaño de mi esperanza merecerá la inquina del autor, quien jamás permitió que ninguno de ambos fuera reeditado.

Hubo que esperar su muerte –¡véase cómo al fin de cuentas estábamos predestinados a celebrarla!– para que en 1993, llevada por su amor a la literatura, al dinero o al autor –en todo caso, será siempre amor–, su viuda María Kodama decidiera sacarlas de la oscuridad y el olvido.

Cualquiera tiene derecho y hasta el deber de detestar lo que alguna vez ha escrito, pero ¿Cómo no preguntarse, en este caso, de dónde la tirria del autor a esos fragmentos de su obra que de ningún modo desentonan con los que más tarde él mismo celebraría?

¿Había otro Borges ahí, el proyecto de un hombre que no fue, detestado por el que acabó siendo hasta decretar su inexistencia, opacado por el que iba envejeciendo entre halagos, agasajos y esa forma prematura de las honras fúnebres que es la celebridad?

A su regreso de la larga estancia europea en que transcurrió su adolescencia, Borges descubrirá ese Buenos Aires que años antes apenas había entrevisto más allá de los visillos de la casa familiar. Y ocurrió que en ese sorprendente mundo en el que acababa de desembarcar, el recienvenido encontraría un nuevo motivo de fascinación: el radicalismo o, con mayor propiedad, Hipólito Yrigoyen, “el único en nuestro país que, privilegiado por la leyenda, va en ella como en un coche cerrado”.

Hacia fines de 1927, Borges se ha vuelto exaltado líder del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, con sede en la casa paterna de la avenida Quintana 222 y, ya dos semanas antes de los comicios de 1928, proclamaba vencedor al líder radical. Dos años después, como tantos correligionarios, se llama a silencio ante el derrocamiento y la prisión de Yrigoyen.

También hará silencio en 1933 ante su fallecimiento, que conmovió los cimientos de la sociedad argentina de entonces. Extrañamente, este joven que apenas si estaba entrando en la treintena, se había lamentado un año antes: "Vida y muerte le han faltado a mi vida".

Habrá sido en busca de esa experiencia que vuelve a viajar a la República Oriental, donde tenía estancia su primo Enrique Amorim, con quien recorrerá las comarcas fronterizas de Artigas, Cuareim, Bella Unión, Rivera, Santana do Livramento. Ahí, mismo, el exiliado José Hernández había empezado a borronear los primeros versos de Martín Fierro. Y ahí mismo Borges vio matar a un hombre y conoció esos gauchos que había creído legendarios, los mismos que veinte años después marcharían en masa hacia Montevideo “por la tierra y con Sendic”.

De alguna manera los conocía. Ya había hablado de ellos en su descubrimiento y reivindicación del entrerriano Evaristo Carriego:
La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado, igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés.
Será también en Salto Oriental donde en noviembre de 1934 fechará un prólogo que, curiosamente y a diferencia de todos los prólogos, no será solicitado por el prologado sino por el prologuista. Borges lo pedirá por medio de Homero Manzi, común amigo de ambos. Y será el espaldarazo de un ya prestigioso Jorge Luis Borges lo que llevará a “Julián Barrientos” –paisano que cuenta la patriada simplemente “porque anduvo en ella”–, a salir del anonimato y a firmar con su nombre El paso de los Libres, poema gauchesco escrito en prisión, que daba cuenta de la última de las revoluciones radicales. La había encabezado el coronel Roberto Bosch en diciembre de 1933.

Lo habrán impactado los versos, o tal vez que la irrupción de la columna de 150 hombres de Bosch en Paso de los Libres, su derrota en el encuentro de San Joaquín –tras el que, a la vieja usanza, muchos de los rendidos fueron degollados–, la dispersión y el regreso del coronel a su exilio en Brasil, evocaron en Borges la retirada de Ricardo López Jordán tras la batalla de Ñaembé.
Escribe en ese prólogo:
En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario.

Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder –sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje–. Ya lo dice Jauretche en una de sus estrofas más firmes: ‘En cambio murió Ramón/ jugando a risa la herida:/ siendo grande la ocasión / lo de menos es la vida’
Se inflama a continuación el prologuista:
Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió, esa madrugada y esa batalla.
Y concluye:
La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá –yo lo creo– la amistad de las guitarras y de los hombres.
Será el prólogo a El Paso de los Libres y no Evaristo Carriego la despedida del Borges criollista, porteño y radical, capaz de emoción ante la lucha en pos de una derrota prevista de antemano, para empezar a ser ese ingenioso escéptico que con distante humor inglés ironizaba sobre los oprimidos, los perseguidos y los sufrientes.

Se dirá –Borges lo dirá– que se habla de aquello de lo que se carece, y para demostrarlo le bastará con asegurar que en todas las páginas del Corán, dictadas en el desierto, el camello no aparece mencionado ni una sola vez.

No podemos dar fe de que esto sea cierto –que con la Palabra eterna e increada no se jode– pero resulta llamativo que de las cientos de estrofas de ese largo poema de “Julián Barrientos”, Borges haya elegido justamente esa, la que con modestia y sencillez nos dice que “siendo grande la ocasión/lo de menos es la vida”.

La ocasión, las ocasiones, irán alejando a Borges de la vida de los hombres de su pueblo para acercarlo, cada vez más, a una cazurra existencia cortesana que, por inteligencia y sensibilidad, seguramente padecía, pero de la que por molicie, comodidad y esa desganada vanidad que tan graciosamente sabía lucir, cada día podría apartarse menos.

Se mentarán sus impedimentos físicos, la ceguera que se ensañó con él con tanta alevosía, las tentaciones del fasto y la fama, las desventajas de compartir los agravios de los vencidos... se dirá que al tiempo que se reducía su estatura humana crecía la del artista capaz de escribir las páginas de Ficciones o El Aleph, se dirán tantas cosas... Lo cierto es que vino a cumplir muy brutalmente en su vida lo que parece ser destino de todos los hombres: hacerse viejo sin volverse mejor.

A veces, más que rememorar su muerte o lamentar su parábola vital, es preferible evocar la esperanza de un joven argentino orgulloso de serlo. Y lo haremos con sus propias palabras: “Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano Swift y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña”.

jueves, 14 de enero de 2021

El frustrado estallido de Donald Trump

 Ene 13 2021

Por José Rodríguez Elizondo*

 Días antes de que Donald Trump ordenara a sus huestes invadir el Capitolio, el New York Post lo había emplazado, en primera plana y con titular catastrófico: “Señor Presidente, detenga la locura”. Fue un llamado ingenuo y tardío para que reconociera su derrota, como si en algún momento hubiera sido un político del establishment.

Es que los estadounidenses ilustrados subestimaron la experiencia previa de Trump como autócrata privado y personaje de farándula. Por eso, con la complicidad de los medios y, en especial. de las redes, sus embustes fueron noticia diaria para consumo masivo. Su mezcla de narcisismo con matonería evocaba el viejo cine de vaqueros y garantizaba diversión gratuita. Pocos captaron que un payaso es peligroso cuando tiene responsabilidades de Estado y, aún más, si funciona en el Salón Oval. Barack Obama, víctima de esos abusos de su poder comunicacional, dice en sus memorias que los periodistas “en ningún momento se plantaron ante Trump y lo acusaron directamente de mentir”.

Con base en la complicidad mediática, sumada a la sumisión de los altos cargos republicanos, la egolatría rústica del autócrata mutó en la locura del gran dictador. Su objetivo, entonces, fue apernarse en el poder a como diera lugar, aunque ello condujera al autogolpe, la guerra civil o la guerra convencional. Desde esa discapacidad empoderada, incubó el más rotundo rechazo a la posibilidad de una alternancia democrática. Un talante similar a la extrañeza de Hitler, ante el fin de la dictadura de Primo de Rivera y el exilio de Alfonso XIII de España: “lo que no llego a comprender es que, una vez conquistado el poder, no se aferren a él con todas sus fuerzas”

LAS GUERRAS QUE NO FUERON

Esa locura con método, hay que decirlo, convirtió al incumbente presidente de los EE.UU. en un fascista del siglo XXI. Y más peligroso que los históricos, por su acceso al maletín nuclear y su incultura enciclopédica.

Desde esa personalidad política, puede sospecharse que la asonada del jueves fue la penúltima y desesperada etapa de una estrategia que debió iniciarse con una tonificante aventura militar. Una versión remasterizada del fraguado incidente bélico del Golfo de Tonkin, de 1964, que catalizó la intervención masiva de los EE.UU en la guerra de Vietnam.  Según analistas de la época, el objetivo político (fracasado) era asegurar un segundo período presidencial a Lyndon Johnson.

Puede que los historiadores descubran huellas delatoras en la beligerancia de Trump contra China e Irán, en sus sondeos respecto a una intervención militar en Venezuela o, por reversa, en la exitosa disuasión nuclear del dictador norcoreano Kim Jong-un. Si aquello sólo quedó en borradores clasificados, lo más seguro es que obedeció al déficit de confianza entre el jefe de Estado y los altos mandos castrenses.

Todo indica que el autócrata presidencial buscó esa relación, pero a su mal modo. Manipulando y maltratando a los ex altos oficiales de su equipo como si fueran simples ordenanzas. Para su sorpresa, terminó recibiendo de vuelta el equivalente a un bofetón institucional: “No juramos lealtad a un rey o una reina, a un tirano o a un dictador… no le juramos lealtad a un individuo”.  Lo dijo muy ronco el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto -la más alta instancia militar norteamericana-, justo cuando Trump comenzaba a fraguar su apernamiento en la Casa Blanca.

LA IMPENSABLE IMPUNIDAD

Si tras la insurrección que indujo Trump logra zafar impune, Richard Nixon dará saltos mortales en su tumba. Ese mandatario, apodado “Tricky” (tramposo), debió abandonar la Casa Blanca sólo por haber espiado a sus adversarios. Sus pillerías fueron gajes del oficio de político y sus crímenes fueron cometidos en el contexto de la Guerra Fría, contra extranjeros (entre ellos vietnamitas, camboyanos y chilenos) y con la excusa patriótica del interés nacional comprometido. Además, siempre estuvo asesorado por el expertísimo Henry Kissinger, 

En cuanto a trapacerías domésticas, Trump lo ha superado lejos. Como contribuyente, paga menos que cualquier oficinista honesto. Normalizó la mentira hasta el punto de que nadie sabe cuándo dice la verdad. Ganó la Presidencia con la ayuda de una potencia extranjera y con menos votos que Hillary Clinton. Desde el gobierno reposicionó el supremacismo blanco y, por tanto, la discriminación racial.

En lo internacional, Trump dilapidó todo lo ganado por sus predecesores durante la Guerra Fría. El resultado es un crimen de leso Estado, sintetizable en cuatro puntos cardinales:  Los EE.UU. dejaron de ser la superpotencia democrática que lideraba el libre comercio y tenía vara alta en la ONU; perdió el respeto de sus aliados europeos, políticos y militares; en los países en desarrollo (para él “países de mierda”), sólo lo aman los ultraderechistas, e ignoró a conciencia la amenaza planetaria del coronavirus. Como corolario, produjo un vacío estratégico que hoy está llenando China, con la cual ya entró en guerra comercial y de acusaciones.

Para completar ese nutrido prontuario, encargó la toma del Capitolio a una fanaticada sin disciplina militar ni objetivos políticos confesables. Esa insurrección artesanal, con cómplices todavía ocultos, ya muestra un balance macabro: cinco muertos, actos vandálicos y vergüenza global para la que solía mencionarse como “gran democracia norteamericana”.

LA OEA TAMBIÉN JUEGA

Tras la escandalera mundial, Trump quiere escabullirse negociando. A cambio de su impunidad ofrece una “transferencia ordenada del poder” y, como garantía, dice que no concurrirá al acto tradicional. Obviamente es una oferta chantajista, pues contiene la amenaza de una última fechoría: rentabilizar la polarización violenta que él mismo catalizó y que ahora respaldarían 75 millones de votantes.

Por el bien de la democracia y por la responsabilidad de los EE.UU. no cabría aceptar esa negociación. La eventual impunidad del autócrata derrotado sería un estímulo global para todos los extremistas, de izquierdas y derechas. Un incentivo para que sigan socavando las democracias supérstites, mediante estallidos que desborden la gobernabilidad y catalicen dictaduras. Una amenaza directa para nuestra atribulada América Latina, donde los gobiernos legítimos hoy cuelgan de un delgado hilo sanitario.

Notablemente, los primeros en sancionar al primer autogolpista de los EE.UU. han sido los directivos de Facebook, Instagram y Twitter. Desde esa “premier league” del sector privado, bloquearon las comunicaciones del presidente, pues se saben corresponsables. En cuanto plataforma de sus provocaciones, cumplieron el mismo rol que el literario doctor Frankenstein: crearon el monstruo que ahora trata de destruir su hábitat.

En ese complicado contexto, el presidente entrante Joe Biden está actuando con prudencia total. Sabe que no puede “vacar” al presidente saliente, que una semana larga es corta para promover un impeachment y que iniciar acción ejecutiva bloquearía el normal inicio de su gestión. Confía en lo que deben hacer los jueces y los congresistas, a sabiendas de que el caso marca los límites reales entre el Derecho, la Política y la Moral.

Bueno sería, por tanto, que mientras las élites norteamericanas se ponen las pilas, los gobiernos democráticos de la OEA visualicen una posibilidad que antes habría parecido insólita: aplicar, ipso facto, la Carta Democrática Interamericana a los EE.UU. ¿Motivo?… el presidente autogolpista sigue en su cargo, tras haber producido una grave alteración en el orden democrático de un Estado miembro. Según las normas de dicha Carta, el gobierno estadounidense no podría participar en los trabajos de la OEA mientras la anomalía persista y el Secretario General “puede solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estime conveniente”.

Luis Almagro, que ya se atrevió a desafiar la dictadura de Nicolas Maduro, tiene ahora la posibilidad de anotarse otro punto. Esta vez, en defensa de la democracia norteamericana y, por añadidura, de todas las democracias del hemisferio.

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*Abogado chileno, profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Es, además, escritor, periodista, diplomático y dibujante. Ha vivido en Alemania, España, Perú e Israel. Su obra mayor consta de 23 libros. Premio Rey de España 1984 a la mejor labor informativa,  en la revista peruana Caretas y como corresponsal del diario español El País; Premio América del Ateneo de Madrid, 1989, por ensayo Crisis de la izquierda en América Latina