miércoles, 25 de marzo de 2020

Un cataclismo previsto

Mar 23 2020
Por Juan Luis Cebrián*
Las principales instituciones mundiales denunciaron hace meses que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como realista y alertaron de que ningún Gobierno estaba preparado.

En septiembre del año pasado, un informe de Naciones Unidas y el Banco Mundial avisaba del serio peligro de una pandemia que, además de cercenar vidas humanas, destruiría las economías y provocaría un caos social. Llamaba a prepararse para lo peor: una epidemia planetaria de una gripe especialmente letal transmitida por vía respiratoria. Señalaba que un germen patógeno de esas características podía tanto originarse de forma natural como ser diseñado y creado en un laboratorio, a fin de producir un arma biológica. Y hacía un llamamiento a los Estados e instituciones internacionales para que tomaran medidas a fin de conjurar lo que ya se describía como una acechanza cierta. La presidenta del grupo que firmaba el informe, Gro Harlem Brundtland, antigua primera ministra de Noruega y ex directora de la Organización Mundial de la Salud, denunció que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como absolutamente realista y podía encaminarnos hacia el equivalente en el siglo XXI de la “gripe española” de 1918, que mató a cerca de 50 millones de personas. Denunció además que ningún Gobierno estaba preparado para ello, ni había implementado el Reglamento Sanitario Internacional al respecto, aunque todos lo habían aceptado. “No sorprende” —dijo— “que el mundo esté tan mal provisto ante una pandemia de avance rápido transmitida por el aire”.
Los llantos de cocodrilo de tantos gobernantes, en el sentido de que nadie podía haber imaginado una cosa así, no tienen por lo mismo ningún sentido. No solo hubo quienes lo imaginaron: lo previeron, y advirtieron seriamente al respecto. Ha habido sin ninguna duda una negligencia por parte de los diversos ministros de Sanidad y sus jefes, y en Francia tres médicos han presentado ya una querella contra el Gobierno por ese motivo. La consecuencia es que la mayoría de las naciones occidentales están hoy desbordadas en sus capacidades para luchar contra la epidemia. Se ha reaccionado tarde y mal. Faltan camas hospitalarias, falta personal médico, faltan respiradores, y falta también transparencia en la información oficial. En nuestro caso los periodistas tienen incluso que soportar que sus preguntas al poder sean filtradas por el secretario de Comunicación de La Moncloa.
El 24 de febrero la OMS declaró oficialmente la probabilidad de que nos encontráramos ante una pandemia. Pese a ello y a conocer la magnitud de la amenaza, ya hecha realidad con toda crudeza en varios países, apenas se tomaron medidas en la mayoría de los potenciales escenarios de propagación del virus. En nuestro caso se alentó la asistencia a gigantescas manifestaciones, se sugirió durante días la oportunidad de mantener masivas fiestas populares, no se arbitró financiación urgente para la investigación, se minimizó la amenaza por parte de las autoridades, e incluso el funcionario todavía hoy al frente de las recomendaciones científicas osó decir entre sonrisas que no había un riesgo poblacional.
No es momento de abrir un debate sobre el tema, pero es lícito suponer que además de las responsabilidades políticas los ciudadanos, que ofrecen a diario un ejemplo formidable de solidaridad en medio del sufrimiento generalizado, tendrán derecho a demandar reparación legal si hay negligencia culpable. Cunden a este respecto las dudas sobre la constitucionalidad en el ejercicio del estado de alarma. Se han suspendido en la práctica, aunque el decreto no lo establezca así, dos derechos fundamentales, el de libre circulación y el de reunión. No se discute el contenido de las medidas, del todo necesarias, sino la decisión de no declarar el estado de excepción que sí cubriría sin duda alguna dichos extremos, como también la movilización del Ejército. La impresión dominante es que el Gobierno es prisionero en sus decisiones de los pactos con sus socios de Podemos y los independentistas catalanes y vascos. En una palabra, la conveniencia política prima, incluso en ocasiones tan graves como esta, sobre la protección de la ciudadanía.
En descargo de nuestras autoridades puede apelarse por desgracia a parecidos errores cometidos en la Unión Europea, cuyo fracaso institucional, si no despierta a tiempo de la parálisis, amenaza con ser definitivo. La falta de coordinación entre los Gobiernos, la variedad de las decisiones adoptadas, la incapacidad para dar una respuesta global a un problema global, es ultrajante para la ciudadanía. La Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos deberían haber adoptado medidas homogéneas para el conjunto de sus miembros. Europa ya venía fracasando en las políticas sobre emigración o refugiados, y solo se ha mostrado firme y coherente en la exigencia de austeridad que garantice los equilibrios presupuestarios. Dicha austeridad, aplicada con criterios cortoplacistas, está en la base de la escasa inversión en los sistemas de salud, cuyas carencias nos conducen ahora al mayor desequilibrio económico y fiscal imaginable. A medida que se cierran las fronteras y se expulsa a los extranjeros, crece el nacionalismo de viejo cuño, incapaz como es de dar respuesta a problemas planetarios, y en el que se engendran desde hace siglos sangrientos conflictos.
Pero el desorden no es solo europeo. No se han reunido el G20 y el G7, los supuestos amos del mundo; los llamamientos del secretario general de la ONU a proteger a los países más desfavorecidos e inermes ante la amenaza letal no son escuchados; y al presidente de Estados Unidos no se le cae de la boca la acusación a China de ser la responsable de esta catástrofe porque el primer ataque del virus tuvo lugar en Wuhan. Uno de los principales deberes pendientes, cuando la situación se haya estabilizado, será tratar de analizar el verdadero foco del patógeno, y establecer si tiene su origen natural o fue un invento humano. Al fin y al cabo, también la pandemia de 1918 recibió el apelativo de “gripe española” cuando en realidad la transmitieron soldados norteamericanos que habían desembarcado en un puerto francés.
Dure dos semanas o dos meses (más probablemente esto último) la batalla ciudadana contra el virus, lo que se avecina tras la victoria, cuyo precio habrá que contabilizar en vidas humanas antes que en datos económicos, es una convulsión del orden social de magnitudes todavía difíciles de concebir. El poder planetario se va a distribuir de forma distinta de como lo hemos conocido en los últimos 70 años. El nuevo contrato social ya ha comenzado a edificarse además gracias al empleo masivo de la digitalización durante el confinamiento de millones de ciudadanos en todo el orbe. En el nuevo escenario, China no será ya el actor invitado, sino el principal protagonista. La eficacia de sus respuestas en las dos últimas crisis globales, la financiera de 2008 y la pandemia de 2020, le va a permitir liderar el nuevo orden mundial, cuyo principal polo de atención se sitúa ya en Asia. No por casualidad países como Corea del Sur, Singapur y Japón sobresalen en el podio de los triunfadores frente al coronavirus. Este nuevo orden mundial ha de plantear interrogantes severos sobre el futuro de la democracia y el desarrollo del capitalismo. También sobre el significado y ejercicio de los derechos humanos, tan proclamados como pisoteados en todo el orbe. Por mucho que griten los populistas es la hora de los filósofos. Uno de los más respetados en el ámbito del Derecho, el profesor Luigi Ferrajoli, llamaba precisamente desde Roma, apenas días antes de que la ciudad se cerrara al mundo, a levantar un constitucionalismo planetario, “una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia”. Palabras que me hubiera gustado escucharan los españoles días atrás en alguno de los mensajes a la nación, tan bienintencionados como poco inspiradores.
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*Periodista, escritor y empresario español. Fue director-fundador del diario El País, que dirigió desde 1976 hasta noviembre de 1988. Desde el 19 de diciembre de 1996 es académico de la Real Academia Española. Artículo publicado en El País,  el 23.03.2020
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lunes, 23 de marzo de 2020

La peste será un acontecimiento decisivo y un punto de inflexión

Para muchos, la peste puede convertirse en un acontecimiento decisivo y basal para la continuidad de sus vidas. Cuando finalmente amaine, y la gente salga de sus casas y del prolongado encierro, puede ser que se formulen nuevas y sorprendentes posibilidades: Tal vez el tomar contacto con lo fundamental de la existencia lo haga. Quizás lo concreto de la muerte y el milagro de salvarse sacudan y conmuevan a mujeres y a hombres. Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos perderán sus lugares de trabajo, su sustento, su dignidad. Pero cuando termine la peste, habrá quizás también quienes no quieran volver a su vida anterior
Por David Grossman – Traducción:  Margalit Mendelson

Es más potente que nosotros, la peste, y de algún modo, inconcebible. Más potente que todo enemigo de carne y hueso con que nos hemos topado y que todo superhéroe que hemos inventado en imaginarios y en films. A veces se nos cuela al alma la idea paralizante de que quizás esta vez, perdamos la guerra, la perdamos de verdad. Una derrota mundial. Como en los tiempos de la “gripe española”. Una idea que desechamos de inmediato, porque ¿cómo nos va a ganar? ¡Si nosotros somos la humanidad del siglo XXI! Perfeccionados, computarizados, armados con infinidad de armas destructivas, defendidos por antibióticos, inmunes… y sin embargo, algo en ella, en esta peste, nos dice que esta vez las leyes del juego han cambiado y ya no son las conocidas, hasta el punto de poder decir que este juego no tiene reglas. Aterrados contamos hora tras hora los enfermos y los muertos en todas partes del mundo. En cambio, el enemigo que tenemos enfrente no muestra signos de cansancio ni de moderación, y sigue golpeándonos sin impedimento alguno, valiéndose de nuestro cuerpo para multiplicarse.

Algo en la falta de rostro de esta peste, en su violento vacío, como amenazando absorber todo nuestro existir, que de pronto aparece tan frágil e indefenso. Las innumerables palabras vertidas sobre ella los últimos meses no logran hacerla un poco más comprensible y previsible.

“La peste no está hecha a la medida del hombre”, escribía Albert Camus en su libro La peste, “y por eso el hombre se dice que la peste no es concreta. Es una pesadilla que pasará. Pero no siempre pasa y de pesadilla en pesadilla, los hombres son los que pasan. Suponían que todo les era posible, lo que implica que las pestes están más allá de lo posible. Siguieron haciendo negocios, preparando viajes y sosteniendo concepciones. ¿Cómo podían pensar en la peste, que pondría fin a su futuro?”

Nosotros ya sabemos: cierto incierto porcentaje de población se contagiará del virus. Un porcentaje morirá. En EEUU hablan de más de un millón de personas que morirán. La muerte es ahora muy concreta. El que puede  lo niega. Pero quien tiene una imaginación muy activa – como quien suscribe, por ejemplo, razón por la cual hay que tomar lo que diga dubitativamente – se convierte en víctima de imaginarios que se reproducen a una velocidad que no le va en zaga al ritmo de contagio del virus. Casi todas las personas con las que me encuentro me devuelven en un instante las distintas posibilidades que le depara la ruleta de la peste. Y mi vida sin ella. Y su vida sin mí. Toda conversación puede ser la última.

Tal vez la conciencia de la brevedad de la vida y su fragilidad muevan a hombres y mujeres a fijarse una nueva escala de prioridades. Insistir mucho más en discriminar lo importante de lo superfluo. Comprender que el tiempo –y no el dinero– es el recurso más preciado cuando el círculo se va cerrando: al principio nos decían, “Se cierran los cielos” (¡qué expresión! Sólo “la barrera de la nostalgia” la iguala en cuanto a absurdo y preciso). Después se cerraron los cafés de tu preferencia, los teatros, las canchas, los museos. Los jardines de infantes, las escuelas, las universidades. Uno tras otro la humanidad apaga sus faroles. De pronto se da en nuestras vidas un drama catastrófico de bíblicas proporciones. “Y Dios azotó al pueblo”. Y el mundo fue azotado. Todos los humanos participan de este drama. Ninguno queda afuera. Ninguno participa en menor medida que los demás. Por una parte, debido a la naturaleza masiva de la catástrofe, los muertos que no conocemos son sólo un número, anónimos y carentes de rostro. Y por otra, cuando miramos hoy a nuestros parientes, a nuestros seres queridos, percibimos hasta qué punto cada uno es toda una cultura, interminable, cuya desaparición dejará al mundo con una falta irremediable. La unicidad de cada uno clama desde la persona, y así como el amor nos hacer darle un valor único a una persona entre las tantas que fluyen por nuestras vidas, así, resulta, que nos lo hace también la conciencia de la muerte.

Para muchos, la peste puede convertirse en un acontecimiento decisivo y basal para la continuidad de sus vidas. Cuando finalmente amaine, y la gente salga de sus casas y del prolongado encierro, puede ser que se formulen nuevas y sorprendentes posibilidades: Tal vez el tomar contacto con lo fundamental de la existencia lo haga. Quizás lo concreto de la muerte y el milagro de salvarse sacudan y conmuevan a mujeres y a hombres. Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos perderán sus lugares de trabajo, su sustento, su dignidad. Pero cuando termine la peste, habrá quizás también quienes no quieran volver a su vida anterior. Habrá quienes – los que puedan, obviamente – dejen trabajos que por años los asfixió y los reprimió. Quienes decidan abandonar a sus familias. Separarse de sus parejas. Concebir un hijo, o evitar tenerlo. Habrá quienes salgan del armario (de todo tipo de armarios). Habrá quienes empiecen a creer en Dios. Habrá religiosos que dejen de serlo. Quizás la conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida induzcan a hombres y mujeres a plantearse una nueva escala de prioridades. A insistir mucho más en diferenciar lo importante de lo superfluo. A comprender que el tiempo – y no el dinero – es el recurso más preciado que tenemos.

Habrá quienes se pregunten por primera vez por qué hicieron las elecciones que hicieron, las renuncias y las concesiones. Amores que no se atrevieron a amar. Vidas que no se atrevieron a vivir. Hombres y mujeres se preguntarán –por poco tiempo, al parecer, pero la posibilidad sin embargo se dará– por qué dejan pasar sus días en vínculos que les amargan la vida. Habrá quienes cuyas concepciones políticas les parezcan de pronto erradas, basadas sólo en miedos y en valores que la peste desintegró. Quizás habrá quienes de pronto pongan en duda las razones que los han llevado a luchar contra un enemigo a lo largo de generaciones, creyendo que la guerra era un designio del cielo. Puede ser que superar una prueba humana tan dura y profunda ocasione que la gente deseche posiciones nacionalistas, por ejemplo, y todo aquello que preserve lo que separa, divide, margina y odia. Quizás haya quienes por primera vez se preguntarán, por ejemplo, por qué los israelíes y los palestinos siguen guerreando entre sí, dedicando sus energías vitales a eso desde hace más de cien años, una guerra que de qué rato ya podía haber terminado.

El solo hecho de poner en funcionamiento la imaginación desde el abismo de la desesperación y el miedo reinantes, tiene fuerza propia. La imaginación puede no sólo verlo todo negro, sino también preservar la libertad del alma. En tiempos paralizantes como estos, la imaginación es como un ancla que arrojamos a las profundidades de la desesperanza de futuro, para empezar a izarnos hacia él. La sola posibilidad de imaginar una situación mejor está diciendo que aún no le permitimos a la enfermedad, ni al temor a ella, nacionalizar todo nuestro ser. De ahí que podamos abrigar la esperanza de que cuando la peste se acabe y el aire se llene de sensaciones de sanación y rehabilitación, la gente se anime de otro espíritu. Un espíritu de levedad y de frescura renovada. Tal vez se corporicen en nosotros, por ejemplo, gratas señales de una ingenuidad desprovista de todo cinismo. Tal vez incluso la ternura se vuelva de pronto, por un tiempo, legal. Tal vez comprendamos que la peste asesina nos brinda la posibilidad de quitarnos de encima capas de grasa, de puerca codicia. De pensamiento grosero e indiscriminado. De una abundancia convertida en bulto que ya empezaba a asfixiar (y ¿por qué diablos hemos acumulado tantos objetos? ¿Por qué hemos amontonado tanta sobrecarga que nuestras vidas han quedado sepultadas bajo tantos objetos inútiles?)

Tal vez la gente mire todo tipo de distorsiones de la sociedad de consumo y le den ganas de vomitar. Quizás los ilumine de pronto la conciencia banal e ingenua, de que es horrible que haya gente tan rica y otros tan pobres. Que es horrible que un mundo tan rico y saciado no de igualdad de oportunidades a toda criatura que nace. Ya que somos todos un mismo tejido de contagio, tal como descubrimos ahora. Ya que el bien de los demás es finalmente nuestro propio bien. Que el bien del planeta que habitamos es nuestro propio bien, nuestro bienestar y nuestra posibilidad de respirar, el futuro de nuestros hijos.

Y quizás también los medios de comunicación, cuya presencia es casi absoluta en nuestras vidas y en nuestro tiempo, se pregunten honestamente qué responsabilidad les cabe en la sensación de hartazgo generalizado en que estábamos embarrados antes de la peste. Qué responsabilidad les cabe en la sensación de que ininterrumpidamente personas con intereses muy claros nos manipulan lavándonos el cerebro y derrochando nuestro dinero. Que nos narra el complejo y trágico relato de nuestras vidas cínica y groseramente. No hablo del periodismo serio, de investigación, valiente, sino de la supuesta “comunicación de masas” que desde hace tiempo se convirtió en una comunicación que convierte a las personas en una masa. Y no pocas veces, incluso en una horda primitiva.

¿Acaso algo de lo aquí descrito sucederá? Quién sabe. Y aun si sucede, temo que se esfume rápidamente y las cosas vuelvan a ser como antes de apestarnos, antes del diluvio. Qué sucederá hasta entonces es difícil de adivinar. Pero vale la pena seguir preguntando y repreguntándonos, a modo de remedio sanador, hasta que se le encuentre inmunización a la peste.


David Grossman es un reconocido escritor israelí.
* Fuente: Diario Haaretz, 19/3/2020