viernes, 22 de mayo de 2020

Piketty: La disparidad de la propiedad crea una enorme desigualdad de oportunidades en la vida

Mayo 21 2020
Entrevista en Nuestra República (*)
Thomas Piketty (Clichy, Francia, 1971) propone un pago estatal para todos los ciudadanos, la modificación de la estructura de la riqueza para cambiar el poder de negociación de los actores, discute las consecuencias políticas de la desigualdad.
En esta entrevista, el economista expone los puntos más salientes de un posible programa de izquierdas para salir del actual atolladero histórico. Piketty  es director de investigación en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, profesor en la Paris School of Economics y codirector de la World Inequality Database. Es autor de los libros El capital en el siglo XXI y de Capital e Ideología.
-Uno de los principales argumentos de su libro Capital e ideología es que “la desigualdad es una ideología”. La desigualdad no es un proceso natural, sino que se funda en decisiones políticas. ¿Cómo llegó a esa conclusión?
-En mi libro, el término “ideología” no tiene una connotación negativa. Todas las sociedades necesitan la ideología para justificar su nivel de desigualdad o una determinada visión de lo que es bueno para ellas. No existe ninguna sociedad en la historia donde los ricos digan “somos ricos, ustedes son pobres, fin del asunto”. No funcionaría. La sociedad se derrumbaría inmediatamente.
Los grupos dominantes siempre necesitan inventar narrativas más sofisticadas que dicen “somos más ricos que ustedes, pero en realidad eso es bueno para la organización de la sociedad en su conjunto, porque les traemos orden y estabilidad”, “les brindamos una guía espiritual”, en el caso del clero o del Antiguo Régimen, o “aportamos más innovación, productividad y crecimiento”. Por supuesto, estos argumentos no siempre resultan del todo convincentes. A veces son claramente interesados. Guardan algo de hipocresía, pero al menos este tipo de discurso tiene algo de verosimilitud. Si fueran completamente falsos, no funcionarían.
En el libro, investigo la historia de lo que llamo regímenes de desigualdad, que son sistemas de justificación de distintos niveles de desigualdad. Lo que demuestro es que en realidad hay un aprendizaje de la justicia. Hay una cierta reducción de la desigualdad a largo plazo. Hemos aprendido a organizar la igualdad a través del acceso más igualitario a la educación y de un sistema impositivo más progresivo, por dar algunos ejemplos.
Pero este progreso y el conflicto ideológico continuarán. En la práctica, el cambio histórico proviene de las ideas e ideologías en pugna y no solo del conflicto de clases. Existe esta vieja concepción marxista de que la posición de clase determina por completo nuestra visión del mundo, nuestra ideología y el sistema económico que deseamos, aunque en verdad es mucho más complejo que eso, porque para una posición de clase dada existen distintas formas de organizar el sistema de las relaciones de propiedad, el sistema educativo y el régimen impositivo. Existe cierta autonomía en la evolución de la ideología y de las ideas.
Aun así, en las democracias el pueblo decide colectivamente a través del voto vivir en ese tipo de sociedades desiguales. ¿Por qué?
-En primer lugar, es difícil determinar el nivel exacto de igualdad o desigualdad. La desigualdad no siempre es mala. La gente puede tener objetivos muy diferentes en su vida. Algunos valoran mucho el éxito material, mientras que otros tienen otro tipo de metas. Alcanzar el nivel adecuado de igualdad no es algo sencillo.
Cuando digo que los factores determinantes de la desigualdad son ideológicos y políticos no quiero decir que deban desaparecer y que mañana tengamos una igualdad completa. Me parece que encontrar el equilibrio adecuado entre las instituciones es una tarea muy complicada para las sociedades pese a que, insisto, en el largo plazo la desigualdad se ha reducido un poco. Creo que deberíamos tener un acceso más igualitario a la propiedad y a la educación y que deberíamos continuar en esa dirección.
Hemos aprendido que la historia es un proceso no lineal. Con el tiempo avanzamos hacia una mayor igualdad y esto es lo que también ha creado una mayor prosperidad económica en el siglo XX. Sin embargo, también ha habido reveses. Por ejemplo, el colapso del comunismo produjo una desilusión sobre la posibilidad de establecer un sistema económico alternativo al capitalismo, y esto explica en gran medida el aumento de la desigualdad desde finales de la década de 1980.
Pero hoy día, 30 años más tarde, comenzamos a darnos cuenta de que tal vez hemos ido demasiado lejos en aquella dirección. Entonces, comenzamos a repensar cómo cambiar el sistema económico. El nuevo desafío introducido por el cambio climático y la crisis medioambiental también ha puesto el foco en la necesidad de cambiar el sistema económico. Se trata de un complejo proceso en el que las sociedades intentan aprender de sus experiencias.
A veces se olvidan del pasado lejano, reaccionan de manera exagerada y avanzan demasiado lejos en una dirección. Pero me parece que si ponemos la experiencia histórica sobre la mesa –y ese es el objetivo del libro– podemos entender mejor las lecciones y experiencias positivas del pasado.
-Usted dice que la desigualdad deriva en nacionalismos y populismos. En Alemania y en otros países, los partidos de derecha están en alza. ¿Por qué la derecha suele tener más éxito que la izquierda?
-La izquierda no se ha esforzado por proponer alternativas. Después de la caída del comunismo, la izquierda ha atravesado un largo periodo de desilusión y desánimo que no le ha permitido presentar alternativas para modificar el sistema económico. El Partido Socialista en Francia o el Partido Socialdemócrata en Alemania no han intentado realmente cambiar las reglas del juego en Europa tanto como debieran haberlo hecho.
En algún momento aceptaron la idea de que el libre flujo de capital, la libre circulación de bienes y servicios y la competencia por los mercados entre países eran suficientes para lograr la prosperidad y que todos nos beneficiemos de ella. Pero, en cambio, lo que hemos visto es que esto ha beneficiado principalmente a los sectores con un elevado capital humano y financiero y a los grupos económicos con mayor movilidad. Los sectores bajos y medios se sintieron abandonados.
También hubo partidos nacionalistas y xenófobos que propusieron un mensaje muy simple: vamos a protegerlos con las fronteras del Estado-nación, vamos a expulsar a los migrantes, vamos a proteger su identidad como europeos blancos, etc. Por supuesto, al final esto no va a funcionar. No se reducirá la desigualdad ni se resolverá el problema del calentamiento global. Pero dado que no existe un discurso alternativo, una gran parte del electorado se desplazó hacia estos partidos.
Aun así, una gran parte incluso más grande del electorado decidió quedarse en casa. Simplemente no votan, no debemos olvidar eso. Si los grupos socioeconómicos más bajos demostraran entusiasmo por Marine Le Pen o por Alternativa por Alemania, la tasa de participación ascendería a 90%. Eso no es lo que está ocurriendo. Tenemos un nivel muy reducido de participación, especialmente entre los grupos socioeconómicos más bajos, los cuales están a la espera de una plataforma política o una propuesta concreta que realmente pueda cambiar sus vidas.
-Usted propone un pago estatal único (“herencia para todos”) de 120.000 euros para todos los ciudadanos cuando alcancen la edad de 25 años. ¿Qué se conseguiría con eso?
-En primer lugar, este sistema de “herencia para todos” sería un paso más de un sistema de acceso universal a bienes y servicios públicos fundamentales, incluidos la educación, la salud, las pensiones y un ingreso ciudadano. El objetivo no es reemplazar estos beneficios, sino sumar esta herramienta a las ya existentes.
¿Para qué serviría?
Si uno tiene una buena educación, una buena salud, un buen empleo y un buen salario, pero necesita destinar la mitad de su salario a pagar un alquiler a los hijos de propietarios que reciben ingresos por alquileres durante toda su vida, creo que hay un problema. La desigualdad de la propiedad crea una enorme desigualdad de oportunidades en la vida. Algunos tienen que alquilar toda su vida.
Otros reciben rentas durante toda su vida. Algunos pueden crear empresas o recibir una herencia de la empresa familiar. Otros nunca llegan a tener empresas porque no tienen siquiera un mínimo de capital inicial para empezar. Más que nada, es importante darse cuenta de que la distribución de la riqueza se ha mantenido muy concentrada en pocas manos en nuestra sociedad.
La mitad de los alemanes tiene menos del 3% de la riqueza total del país y, de hecho, la distribución empeoró desde la reunificación de Alemania. ¿Es esto lo mejor que podemos hacer? ¿Qué proponemos para cambiarlo? Esperar que llegue el crecimiento económico y el acceso a la educación sin hacer nada no es una opción. Eso es lo que hemos estado haciendo durante un siglo y la mitad inferior de la escala de distribución de los ingresos todavía no posee nada.
Cambiar la estructura de la riqueza en la sociedad implica cambiar la estructura del poder de negociación. Quienes no tienen riqueza están en una posición de negociación muy débil. Se necesita encontrar un empleo para pagar el alquiler y las cuentas cada mes, y se debe aceptar lo que se ofrece. Es muy distinto tener 100.000 o 200.000 euros en lugar de 0 o 10.000. La gente que tiene millones tal vez no se da cuenta, pero para aquellos que no tienen nada o que a veces solo tienen deudas, significa una gran diferencia.
En su país natal, Francia, el impuesto al carbono derivó en la protesta de los chalecos amarillos. ¿Cuál fue en este caso el error de cálculo político?
-Para que los impuestos sobre el carbono sean aceptables, deben ir acompañados de la justicia tributaria y fiscal. En Francia, el impuesto al carbono solía ser bien aceptado y se aumentaba año tras año. El problema es que el gobierno de Emmanuel Macron utilizó los ingresos fiscales del impuesto sobre el carbono para hacer un enorme recorte de impuestos para el 1% más rico de Francia, suprimiendo el impuesto sobre la riqueza y la tributación progresiva sobre las rentas del capital, los intereses y los dividendos.
Esto enervó a la gente porque se le dijo que la medida era para la lucha contra el cambio climático pero, de hecho, fue solo para hacer un recorte impositivo a aquellos que financiaron su campaña política. Así es como se destruye la idea de los impuestos sobre el carbono. Uno debe ser muy cuidadoso en Alemania porque también puede haber muchos sentimientos negativos, especialmente en los grupos socioeconómicos más bajos. Para que un impuesto al carbono funcione, tiene que incluir los costos sociales y debe ser aceptado por el conjunto de la sociedad. Mayo 20, 2020
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(*) Proyecto sin ánimo lucro  de la asociación REPUBLIKA  fundada oficialmente en Paris el 24 de Noviembre del 2019. Nuestra República tiene como objeto producir y promover intermedio de su plataforma web una información de calidad basada en los tres pilares de su línea editorial: democracia participativa-directa, ecología y justicia social.

jueves, 7 de mayo de 2020

La caridad de los miserables para con los ricos

Luis Casado
(POLITIKA, Chile)

En la muy malograda Unión Europea la solidaridad no tiene cabida. Los incautos pensaban que el proceso de integración traería consigo, entre otras, la ventaja de formar parte de un conjunto coherente y fraterno dispuesto a compartir catre y macarrones, los buenos y malos momentos, penas y alegrías y un futuro promisorio.Olvidaban que el coso se limita a un “mercado común”, en el que prima el mercado y hay muy poco en común, como no sea el sometimiento a los mercados financieros y a una burocracia designada a dedo.

Una vez dentro, cada cual se rasca con sus propias uñas. Los fondos estructurales del inicio, destinados a promover el desarrollo y la modernización de las regiones más atrasadas, encogieron a medida que llegaban los países miserables. De modo que obligados a competir con los grandes –Alemania, Francia, Reino Unido, Italia– los Estados picantes, dirigidos por una elite tan mediocre como la nuestra, no encontraron nada mejor que imitar al campo de flores bordado. Me explico.

Comenzaban los años funestos del gobierno de Ricardo Lagos, cuando un alto funcionario del Estado de Chile me comentó ‘los planes’: generarle las mejores condiciones a la inversión extranjera organizando ‘la pensión Soto’. Otorgar ‘patente de corso’ era la consigna. Del mismo modo, la ‘periferia’ de la Unión Europea, y porqué no decirlo, los ‘grandes’, no encontraron nada mejor que montar un competitivo burdel.

Visto que los gobiernos nacionales ya no pintan, habiendo dimitido en favor de los mercados financieros y la burocracia designada a dedo, lo único que les queda es ofrecer sus encantos. Uno de ellos, –encantos digo–, reside en bajar la tasa del impuesto a los beneficios con el propósito de sustraerle inversión a los otros miembros de la UE. Irlanda se tiró de cabeza. Hoy en día ostenta la tasa más baja de impuesto a las sociedades del llamado primer mundo: un pinche 12,5%. Las multinacionales se precipitaron a Dublin e Irlanda conoció un período de bonanza como no te imaginas.

Todo dios debía partir a Irlanda, sobre todo las sedes de las multinacionales, los jóvenes y dinámicos ejecutivos de dientes largos, las start-up, los promotores inmobiliarios y cuanto ambicioso soñador con fortunas rápidas hubiese en la Unión Europea.La razón es muy sencilla: puedes vender lo que te de la gana en la Unión Europea, y facturar desde Irlanda. De ese modo el país que consume no recibe un chavo de impuestos, ni siquiera el IVA, y todo el billete va a parar a Irlanda, cuyo gobierno recibe muy poco o nada.

A fines del año 2007 se escuchó un ruidito sospechoso, algo así como una crujidera de tripas seguida de una pedorrea interminable, y todo se vino abajo. La banca irlandesa quebró –como la banca chilena en 1982– y adivina qué: los irlandeses tuvieron que comprometerse a pagar la borrachera durante casi 40 años. En esa están. La deuda soberana se empina por sobre el 125% del PIB, y cada irlandés –incluyendo los babies y los granddadies– debe el equivalente a 43 mil 509 euros.Y eso… ¿cuanto hace en plata? Unos 270 mil millones de euros. Retén la cifra in mente, te será útil.

Jamás satisfechas con los gigantescos beneficios que obtienen mediante la ‘optimización fiscal’ que consiste en evadir impuestos, ni con la ventaja desleal que consiste en instalar sus sedes en paraísos fiscales, las multinacionales exigen un tratamiento de favor. Apple presionó al fisco irlandés y obtuvo durante una década (2004-2013) pagar aún menos que la tasa del 12,5%. ¿Cuánto? Aproximadamente un 2% anual de los beneficios obtenidos por sus dos filiales locales, Apple Operations Europe y Apple Sales International. Eso equivale a un subsidio permanente del Estado irlandés a una empresa privada, colocándola, de cara a sus competidores, en una posición ilegalmente ventajosa. De ahí que la Comisión Europea le haya impuesto a Apple la mayor sanción de la historia de la Unión Europea y de Apple: una multa de 13 mil millones de euros.

Bruselas estima que las ventajas que Irlanda le otorgó a la multinacional son subvenciones de Estado ilegales, rebajas fiscales que distorsionan la competencia. Si la Comisión Europea reacciona no es porque le estuviesen robando una verdadera fortuna al pueblo irlandés, sino porque hubo un atentado a las reglas de ‘la libre competencia no distorsionada’.Que le roben a los pringaos no es delito, incluso aplauden. Lo que les molesta es que las multinacionales se pasen por los higadillos las pinches reglas que buscan organizar ‘un mercado de competencia perfecta.’ Los miembros de la Comisión Europea son como el Papa: no creen, pero hacen como si creyesen.

Apple, es sabido, no aprecia los impuestos. Dispone fuera de los EEUU de un tesoro de guerra superior a los 130 mil millones de euros de beneficios, y no quiere repatriarlos a los EEUU porque tendría que… pagar impuestos. En los EEUU la tasa que grava los beneficios está en torno al 40%. Ante la decisión de la Comisión Europea, Tim Cook, consejero delegado de Apple, hizo lo que saben hacer los mafiosos: amenazó con “profundos y dañinos efectos” a la inversión y la creación de empleo en Europa. Nótese que el muy descarado ni siquiera negó haber sido el beneficiario de un fraude al Fisco: todo el mundo sabe que “La evasión fiscal es un deporte nacional para los gigantes americanos” (LuxLeaks : L’évasion fiscale, un sport national pour les géants américains).

De ese modo, un pueblo endeudado hasta el cuello para salvar a los bancos privados (en particular Anglo Irish Bank y Irish Nationwide), practica la caridad con la empresa más rica del planeta. En realidad con sus dueños, que no saben qué hacer con la plata que ganan gracias a una actividad filibustera.

Si no sabías porqué la gran minería casi nunca pagó impuestos en Chile, ahora lo sabes. Si no habías comprendido nada del fraude fiscal de Johnson’s ni de la movida de cayana del director del Servicio de Impuestos Internos, persevera.

Porque, para decirlo claramente: ¡te están robando!

martes, 5 de mayo de 2020

Un mundo de fantasía

Mayo 4 2020
Por Luis Casado*
 “Este virus ha hecho aflorar la realidad de un mundo desigual” (Pilar Mateo)
Hay quienes -numerosos- imaginan el mundo después del coronavirus. Entre ellos, Wall Street. Esa cruda visión es radicalmente opuesta a las esperanzas de las almas ingenuas
La cuestión es acojonante: ¿cómo escribir algo sobre el coronavirus y sus consecuencias sin caer en banalidades, repitiendo ecolálicamente –e in extenso– lo que dicen epidemiólogos, científicos, investigadores, médicos, periodistas, políticos, expertos, economistas, sociólogos, catastrofistas, chamanes, milenaristas, sacerdotes, empresarios, gurúes, adivinos, complotistas, paranoicos, psicópatas y otros benefactores de la Humanidad?
Afortunadamente, leer la prensa planetaria esclarece el pensamiento, mejora la digestión, aligera el paso, evita la caída del pelo, alivia la aerofagia y cura de la halitosis.
Por ahí leí una entrevista a la eminente investigadora española Pilar Mateo. Allí, Mateo recuerda un hecho que sin relativizar el peligro del coronavirus lo pone en perspectiva: “La gente no se daba cuenta de que millones de personas en el mundo se estaban muriendo de enfermedades que podemos tener aquí, como se ha demostrado ahora.”
Entre ellas el ébola, el mal de Chagas, el dengue, la malaria, la leishmaniasis, el chikungunya o el zika. No está prohibido añadir el virus hanta, ni la pobreza, la indigencia y la miseria para tener un cuadro más completo. La gran diferencia reside en que cuando se mueren los pringaos, –esos que no tienen poder adquisitivo y por consiguiente no generan ni una pinche oportunidad de negocio–, le vale madre a Hollywood, a la TV, a los medios, a la opinión que dicen pública y a los príncipes que nos regentan.
Otros, como John Mauldin, mi analista financiero de predilección, se inquietan por lo que constituye SU negocio, es decir el mercado. Johnny no puede darse el lujo de ser pesimista sin correr el riesgo de ver desaparecer sus clientes, esos que le pagan para saber cómo ganar aun más dinero. Por eso Johnny se esfuerza en aparecer moderadamente optimista, o sea no tanto como para que sus clientes pudiesen prescindir de sus consejos. Mira ver:
“El sentimiento del mercado refleja el sentimiento humano que, últimamente –comprensiblemente– ha sido muy negativo, vista la gran incertidumbre que rodea la pandemia del coronavirus. Hace un mes no sabíamos dónde iba todo esto, pero era potencialmente serio.”
John Mauldin le ofrece al mercado características antropomórficas que el hombre suele adjudicarle solo a los dioses. Así, el mercado tiene sentimientos, se emociona, se pasma, se entusiasma, se deprime o exulta. Wall Street, algo menos portado al lirismo romántico, lo califica adjetivando animales: el mercado es bullish si está como un tren, o bien bearish si tose, palidece, estornuda y se queja de cefalea.
Felizmente, no todo está perdido. Mauldin es un tío sensible, muy sensible, lo que le facilita fingir algo de optimismo:
“Casi puedo empezar a sentir el cambio de sentimiento. Están anunciando nuevas drogas y terapias, y docenas de vacunas están en desarrollo. Hay una alta probabilidad de que una o más funcionen antes de fin de año. Su despliegue será difícil, pero factible. Este cambio de sentimiento, combinado con un generoso apoyo fiscal e inyecciones de liquidez, le da confianza a los inversionistas, y así vemos subir el precio de las acciones”.
Así, terapias improbables y vacunas embrionarias por las cuales nadie apostaría un penny en el momento en que esto escribo, sumadas –esto sí es cueca– a la generosidad del Estado y el descontrol de los esfínteres del Banco Central, explican que la Bolsa no termine de hundirse definitivamente. En claro, hay un billete que ganar en la especulación bursátil.
Nótese que a este profesional del libre mercado invocar la intervención del Estado en la economía no le afecta el credo en lo más mínimo. Luego, que la FED –banco central de los EEUU– emita dólares a destajo no le parece tener ninguna relación de causa a efecto con la especulación bursátil. Ni con un eventual aumento de la inflación, visto que ese dogma ya sirvió para limpiarse.
Que, por definición, un inversionista dispone de liquidez y a priori no necesita el dinero que la FED distribuye alegremente es un hecho que no le acaricia los lóbulos parietales. Lo importante es que la fiesta especulativa continúe gracias al dinero que ya no arrojan desde un pijotero helicóptero sino desde aviones cargo en plan Antonov-225.
Otra publicación financiera, europea para más señas, describe el mundo después del coronavirus según Wall Street.
“Viendo el trayecto de Amazon, Tesla o Procter & Gamble, los inversionistas estiman que el mundo de mañana será más ‘cartelizado’, más globalizado y más tecnológico. Al revés de quienes defienden una demundialización y un retorno a lo local”.
En otras palabras, viva la ‘destrucción creativa’ (concepto que dicho sea de paso Schumpeter le copió a Marx y a Engels): honor a los vencedores, escarnio y ludibrio a los perdedores.
La mencionada publicación precisa:
“La crisis ligada al coronavirus debía anunciar una demundialización, un regreso a los circuitos cortos y a economías a escala humana. Wall Street emite una predicción radicalmente inversa. El mundo de mañana será como el de ayer, pero más cartelizado, más globalizado, más tecnológico y más virtual. Con la victoria de los poderosos, comenzando por los gigantes de Internet, a pesar de la corrección (bursátil) del viernes 1º de mayo.”
¿Te gustó? Vas a adorar lo que sigue:
“Es lo que da a entender la Bolsa de los EEUU, cuyo principal índice, el S&P 500, no ha perdido sino un 12% desde principios de año, cuando el CAC 40 (francés) ya cedió 25%. La catástrofe es espantosa, con 65 mil muertos, 30 millones de desempleados y una recesión del 5,7% en el 2020, según el Fondo Monetario Internacional. Pero Wall Street sueña con franquear la crisis, dopado por la ‘mano invisible del mercado’, o sea la Reserva Federal (FED) y el Congreso, que, advertidos por la crisis de 1929, inundan el mercado de liquidez y de subvenciones.”
Como puede verse, la “mano invisible del mercado” tiene nombre, sede y bandera a tope. La de los piratas. La abundante liquidez y las no menos abundantes subvenciones de dinero público tienen destinatario y propósito claros: la ‘comunidad financiera’, y otra vuelta de tuerca en el garrote vil de la acumulación de la riqueza en pocas manos.
El Wall Street Journal –diario de las finanzas planetarias– osa afirmar: “La subida de la Bolsa no es tan loca como parece.” La publicación europea explica:
“Ella (la Bolsa) procedió a una selección draconiana entre los valores (…) El hundimiento no es general, y ya aparecen los vencedores (la Silicon Valley, los oligopolios ricos en cash-flow como la gran distribución) y los perdedores (energía, transportes, PYMEs, agricultores). Así como los vencedores entre los perdedores, los gigantes Exxon o Chevron que pueden aprovecharse de la quiebra de los productores de petróleo independientes de Texas.”
Solo les faltó agregar, como Don Corleone: “No es nada personal, solo negocios”.
Ya puestos, el Wall Street Journal y otros diarios usan libremente el lenguaje que conviene para llamar lo que según la teoría económica no existe: los oligopolios, los carteles y las subvenciones a la actividad privada con dinero público.
¿Y los perdedores? ¿Las víctimas de la ‘destrucción creativa’? Ellos son evidentemente una de las variables de ajuste de las crisis del capitalismo. En particular de esta, gatillada por el desastre sanitario, sabiendo que tarde o temprano hubiese sido desatada por cualquier otra razón: Marx y Engels habían identificado el problema de fondo allá por 1848, en el Manifiesto:
“Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y más violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas.”
Nótese que entre los perdedores mencionados por la prensa financiera figuran solo las empresas que mata la crisis: ni una palabra acerca de los millones de trabajadores que pierden su empleo y con ello el medio de ganarse la vida y alimentar a sus familias. Los autores del Manifiesto lo pusieron claro sin florituras ni ringorrangos:
“…la clase de los obreros modernos, que no viven sino a condición de encontrar trabajo y lo encuentran únicamente mientras su trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse a trozos, son una mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.”
Paul Krugman, conocido economista yanqui, lanza un grito de alerta: «No le presten atención al Dow Jones; concéntrense en esos puestos de trabajo que están desapareciendo…»
Entre las consecuencias de la presente crisis, aparece como un peligro evidente la muy probable reducción de los salarios en el ámbito planetario. Ella tomará tres formas principales: caída del salario nominal, prolongación del tiempo de trabajo, o ambas simultáneamente. La preservación, y aun el incremento, de la tasa de ganancia es a ese precio. Eso es lo que está en juego.
Quienes lo olvidaron son almas generosas pero ingenuas que se ilusionaron y soñaron con un mundo de fantasía. Entretanto, la lucha de clases continúa. El milmillonario Warren Buffet, haciendo suyo el aforismo que dice ‘el que previene no es traidor’, previno: “Hay una guerra de clases y la estamos ganando los ricos”.
Las últimas noticias del frente parecen darle la razón.
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*Editor de POLITIKA. Ingeniero del Centre d’Etudes Supérieures Industrielles (CESI – París). Ha sido profesor invitado del Institut National des Télécommunications de Francia y Consultor del Banco Mundial. Su vida profesional, ligada a las nuevas tecnologías destinadas a los Transportes Públicos, le llevó a trabajar en más de 40 países de los cinco continentes. Ha publicado varios libros  en los que aborda temas económicos, lingüísticos y políticos.

viernes, 1 de mayo de 2020

La excepción de Estados Unidos

Mayo 1 de 2020

Por Zadie Smith*

La muerte ha llegado. Siempre estuvo aquí, oscurecida y negada, pero ahora todos pueden verla. Y puede que muchos entiendan que hay ámbitos, como la sanidad, que no pueden regirse por intereses privados
Dice la verdad tan pocas veces que, cuando se le oye en sus propios labios —como el 29 de marzo de 2020—, adquiere la fuerza de una revelación: “Ojalá pudiéramos recuperar nuestra vida de antes. Teníamos la mejor economía de la historia, y no teníamos la muerte”.
Bueno, quizá no es una verdad total y sin adornos. La primera frase no era verdad ni mentira, sino simplemente un deseo. Un deseo que, cuando lo oí, cuando sentí el eco de su lamento en mi interior, reconozco que lo sopesé durante un instante en mi mano, como una manzana reluciente. Me pareció un deseo digno de “tiempos de guerra”, dado que la guerra es la analogía que prefiere utilizar. Aunque, en 1945, nadie quería regresar a la “vida de antes”, a 1939, salvo para resucitar a los muertos. El desastre exigía un nuevo amanecer. Y lo único que puede llevar a un nuevo amanecer son nuevas ideas. Sin embargo, cuando pronunció esa frase —“Ojalá pudiéramos recuperar nuestra vida de antes”—, atrapó a su público en un momento de debilidad: en bata, llorando, o en una llamada de trabajo, o con un bebé en brazos y en una llamada de trabajo, o poniéndose un sucedáneo casero de mono protector para atreverse a coger el metro, de camino a un trabajo que no se podía hacer desde casa, mientras millones de niños aburridos se subían por las paredes en todo el país. Y, claro, en ese frágil contexto, “la vida de antes” eran palabras reconfortantes, aunque fueran retóricas, como “érase una vez” o “¡pero es que estoy enamorada de él!” La segunda parte de la declaración me devolvió la cordura. Ungüento amarillo. El diablo nunca engaña. Solté la manzana y, en efecto, estaba podrida y llena de gusanos.
Porque ahí sí dijo la verdad: “No teníamos la muerte”.
Teníamos muertos. Teníamos bajas y víctimas. Teníamos espectadores más o menos inocentes. Teníamos cifras de fallecidos e incluso, a veces, fotos de bolsas de cadáveres en los periódicos, aunque muchos opinaban que estaba mal mostrarlas. Teníamos “desigualdades sanitarias”. Ahora bien, en Estados Unidos, todas esas cosas implicaban cierto grado de culpa por parte de los muertos. Estaban en el sitio equivocado en el momento inoportuno. Tenían un color de piel inapropiado. Procedían de un mal barrio, creían en lo que no debían, vivían en una ciudad problemática. No levantaban las manos cuando se les pedía que salieran del vehículo. Su seguro de salud era mediocre o inexistente. Mostraban una actitud desafiante ante la policía.
Lo que no teníamos era el concepto de muerte, la muerte absoluta. Esa muerte que nos llega a todos, independientemente de quiénes seamos. La muerte absoluta es la verdad de toda nuestra existencia, por supuesto, pero Estados Unidos, en general, no ha tenido mucha inclinación filosófica a pensar en la existencia en su conjunto, sino que ha preferido abordar la muerte como una serie de problemas separados. Guerras contra las drogas, contra el cáncer, contra la pobreza, y así sucesivamente. No es que intentar alargar la distancia entre la fecha de nuestro certificado de nacimiento y la que figura en nuestra lápida tenga nada de ridículo: la vida ética depende de lo sustancial que sea ese esfuerzo. Pero quizá no hay ningún otro lugar en el mundo en el que dicho empeño, y su éxito relativo, estén tan claramente vinculados al dinero como en Estados Unidos. Tal vez ese es el motivo de que, en la imaginación del norteamericano, las plagas —que se consideran demasiado poco jerárquicas, demasiado poco pendientes de la disparidad de rentas— se vean desde hace mucho tiempo como algo perteneciente a la historia o a otros continentes. De hecho, como dijo él rotundamente en los primeros tiempos de su presidencia, había países “de mierda” que tenían la culpa de sus elevadas tasas de mortalidad, porque estaban, por definición, en el lugar equivocado (allí) y en el momento inoportuno (en una fase primitiva de desarrollo). Eran unos lugares permanentemente apestados por no haber tenido la previsión de ser Estados Unidos. Ni siquiera una extinción planetaria masiva —en forma de catástrofe medioambiental— llegaría a Norteamérica, o llegaría en el ultimísimo momento. Con una seguridad relativa, en su refugio amurallado, Estados Unidos disfrutaría de lo que quedara de sus recursos y seguiría siendo grande en comparación con las penalidades de otros países, fuera de sus fronteras.
Sin embargo, como él mismo señala con razón, ahora somos grandes en muerte, estamos llenos de ella. Existe el temor de que, cuando haya pasado todo esto, Estados Unidos se ponga al frente de ese mundo. Pero resulta que el supuesto carácter democrático de la plaga, el hecho de que puede afectar a todos los votantes por igual, es una ligera exageración. Es una plaga, pero las jerarquías, formadas hace cientos de años, no son tan fáciles de trastocar. En Estados Unidos, en medio de la muerte indiscriminada, persisten viejas distinciones. Los negros y los hispanos tienen el doble de mortalidad que los blancos y los de origen asiático. Mueren más pobres que ricos. Más gente en las ciudades que en el campo. El mapa del virus en los distritos de Nueva York se vuelve más rojo con arreglo a las mismas líneas que delimitan niveles de rentas y tiroteos en institutos. A la hora de la verdad, la muerte no suele ser aleatoria en estos Estados Unidos. Suele tener una fisonomía, una localización y un trasfondo muy precisos. Para millones de estadounidenses, siempre ha sido una guerra.
La diferencia es que parece que ahora, por primera vez, él lo ve así. Y, deseoso de gloria, se llama así mismo un presidente en tiempos de guerra. Que se atribuya el título, igual que, al otro lado del océano, el primer ministro británico trata de situarse en un papel churchilliano. Churchill (que sí cumplió su papel en tiempos de guerra) aprendió a las malas que, incluso cuando todos siguen al líder a la guerra, e incluso cuando están de acuerdo en que lo ha hecho “bien en la guerra”, eso no significa necesariamente que quieran volver a la “vida de antes” ni que ese líder los dirija al empezar la nueva. La guerra transforma a los que participan en ella. Lo que antes era necesario, ahora no lo parece; lo que se daba por descontado, se menospreciaba y se maltrataba, ahora es esencial para nuestra existencia. Proliferan vuelcos de lo más extraño. La gente aplaude a una sanidad pública que su propio gobierno ha dejado empobrecido y abandonado desde hace 10 años. Da gracias a Dios por unos trabajadores “esenciales” a los que antes consideraban insignificantes, a los que despreciaban por querer ganar 15 dólares la hora.
La muerte ha llegado a Estados Unidos. Siempre estuvo aquí, oscurecida y negada, pero ahora todos pueden verla. La “guerra” que libra el país contra ella tiene que poder sortear a un mascarón hueco y triunfar por encima de él. Es un esfuerzo colectivo; hay millones de personas involucradas, a las que les será difícil olvidar lo que han visto. No olvidarán la lamentable situación, exclusivamente estadounidense, de ver cómo cada estado pujaba “en eBay” —en palabras del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo— por un material de protección crucial. La muerte llega a todo el mundo pero, en EE UU, hace mucho que se considera razonable ofrecer la mejor oportunidad de retrasarle al mejor postor.
Una posible esperanza de la nueva vida en Estados Unidos es que, en ella, por fin sea inconcebible una idea como esta, y que la próxima generación de dirigentes se inspire, más que en la retórica belicista de Winston Churchill, en las palabras pronunciadas en tiempo de paz por Clement Attlee, el líder del Partido Laborista que le infligió una derrota abrumadora al acabar el conflicto: “La guerra se ha ganado gracias a los esfuerzos de todo nuestro pueblo, que, con muy escasas excepciones, puso la nación muy por delante de sus intereses privados y sectoriales… ¿Por qué vamos a pensar que podemos lograr nuestros objetivos de paz -alimentos, ropa, vivienda, educación, ocio, seguridad social y pleno empleo- dando prioridad a los intereses privados?”
Como los estadounidenses nunca se cansan de decir, es posible que haya muchos ámbitos de nuestras vidas en los que el interés privado sea lo principal. Pero, como decidió colectivamente la Europa de la posguerra, exhausta después de tanta muerte absoluta, la sanidad no debe ser uno de ellos.
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* Zadie Smith (Londres, 27 de octubre de 1975) novelista, ensayista, y escritora de relatos cortos,  considerada como una de las más talentosas de la literatura británica actual. Este artículo ha sido publicado en The New Yorker. Reproducido con el permiso de su autora a través de la agencia Rogers, Coleridge & White. En El País de Madrid,  el 30.04.20. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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