viernes, 12 de junio de 2020

No necesito mensajes de "amor" de mis amigos blancos

Jun 12 2020
Por Chad Sanders* – New York Times en español
–Necesito que, en lugar de compartir conmigo sus sentimientos de culpa, luchen contra el racismo.
–Mi libro saldrá a la venta en unos meses y no sé si estaré vivo para verlo porque soy un hombre negro.
La noche del lunes 1 de junio, mi agente, una mujer blanca y liberal de treinta y tantos años, me envió un correo electrónico para informarme que iba a posponer una reunión importante que teníamos con mi editor al día siguiente. La agencia que representa mi libro quería cumplir con el Blackout Day (día del apagón) “en honor a George Floyd, Ahmaud Arbery, Breonna Taylor y otros incontables hombres y mujeres negros que han sido maltratados y asesinados de manera injustificable”.
La editorial planeaba “emplear ese tiempo para reflexionar y pensar en acciones a largo plazo que pudiéramos llevar a cabo como individuos y como organización para hacer frente al racismo sistémico que persiste en nuestros negocios y nuestras comunidades”, me explicó mi agente.
Para decirlo en otras palabras, mi agente estaba posponiendo una reunión necesaria para finalizar y publicar a tiempo mi libro —que trata de cómo los negros podemos aplicar en nuestras carreras las lecciones obtenidas de experiencias traumáticas— con la finalidad de que los blancos pudieran reflexionar sobre cómo ayudar a los negros. Repliqué, insistiendo en que nuestra reunión tuviera lugar como lo habíamos planeado porque las vidas de la gente de color están en peligro y no se debería desaprovechar el impulso que podría tener en este momento un libro escrito para los negros solo porque los blancos quieren ser empáticos.
El comportamiento de esta agencia es algo común en este momento. La gente blanca me está haciendo a un lado a mí y a otros como yo para aliviar su propia culpa y probar que son distintos a Derek Chauvin, el agente de policía que fue despedido y acusado del asesinato de George Floyd en Mineápolis, y a Amy Cooper, quien trató de usar como arma su raza blanca al llamar a la policía con el fin de denunciar falsamente a Christian Cooper, un observador de aves en Central Park, en Nueva York.
A los negros nos están pisoteando en el proceso. Muchos blancos que conozco están haciendo un gran alboroto por sus sentimientos de culpa y sus intentos exagerados de mostrar empatía. Yo he tratado de evitarlos lo más posible mientras trato de vivir, apoyar a mi familia y amigos negros y seguir con las actividades de la vida cotidiana como trabajar, mudarme a un nuevo apartamento y cocinar la cena para mi novia.
Sin embargo, con total desvergüenza como siempre, los blancos que tienen mi teléfono han estado buscando la manera de consumir mi tiempo y energía. Algunos son amigos; otros, antiguos compañeros de trabajo y conocidos a los que intencionalmente he sacado de mi vida en aras de mi paz mental. Varias veces a la semana recibo varios mensajes de texto como este, de la semana pasada:
“Hola amigo. Solo quería contactarte y hacerte saber que te quiero y valoro profundamente que estés en mi vida y que tus historias estén en el mundo. Y lo lamento mucho. Este país está muy mal, enfermo y lleno de racismo. Perdón. Creo que estoy cansado de esto; mientras tanto, me duermo en mis laureles de privilegio blanco. Te quiero y estoy aquí para luchar y ser útil de todas las formas posibles. **Emojis de corazón**”.
Casi todos los mensajes terminan con seis palabras opresivas: “No sientas la necesidad de contestar”.
Esta gente no solo me está usando como su basurero de culpa y vergüenza, sino que además me está indicando qué no debo sentir, silenciándome en el proceso. En una admisión inusualmente honesta de desequilibrio de poder, el mensajero me informa que no tengo que responder (menos mal, gracias). Esto implica que sin importar si respondo o no —y por lo general no lo hago— el intercambio está completo porque se transmitió el mensaje. El mensajero puede dormir más tranquilamente en sus “laureles de privilegio blanco”.
Muchos de mis amigos negros me dicen que ellos también están recibiendo a raudales estos mensajes unidireccionales que exudan culpa blanca.
Es posible que estas personas blancas que tienen mi teléfono hayan malinterpretado lo que necesito en este momento. A juzgar por el tono ligero, casi juguetón, de los mensajes que están enviando, parece que piensan que lo que experimento en esta era de asesinatos e intentos de asesinato perpetrados contra negros es un vago malestar que puede aliviarse con un abrazo virtual.
Como hombre negro, lo que realmente siento —en todo momento— es temor de morir, temor de no volver a casa cuando salgo a dar mi caminata matutina por Central Park o al 7-Eleven por un té helado AriZona. Temo no llegar a celebrar el cuadragésimo aniversario de bodas de mis padres, no poder hacer otro depósito en la cuenta de mi sobrino en su tercer cumpleaños, no poder salir a bailar con mi pareja a sus bares favoritos del barrio de Bedford-Stuyvesant en Brooklyn.
Pero el miedo no aparece únicamente a consecuencia de los asesinatos de negros como George Floyd, Breonna Taylor y Trayvon Martin, que se viralizaron. Es un temor latente en cada momento de mi vida.
No se siente como el rechazo hueco de una ruptura desagradable. No es la decepción punzante de no obtener un ascenso. Lo que siento es un miedo persistente a morir. Los emojis de corazón y las vibras positivas no ayudan.
He practicado separarme de la distracción de ese temor desde que tengo 7 años, cuando vi por primera vez las imágenes del rostro y el cuerpo desfigurado de Emmett Till en la clase de ciencias sociales de mi escuela primaria. Ese desapego me permite hacer cosas muy básicas como levantarme de la cama en la mañana, ganarme la vida y disfrutar de la música sin sufrir de un continuo estado de pavor.
Cuando me envían mensajes de texto y me dicen que “solo están pensando en mí” porque este temor se volvió momentáneamente evidente para ustedes después de que vieron las atrocidades mostradas por CNN, me generan una carga. Me invitan a consolarlos, a responderles y a decirles que no es su culpa y que ustedes son especiales. Eso es un ataque a mi dignidad y me deshumaniza.
Cuando me dicen que puedo contar con ustedes para decirles cómo me siento, se trata de un acto de intimidad forzada y es un golpe para el desapego que tan intencionalmente he construido a lo largo de mi vida. Me obligan a desenterrar sentimientos profundamente dolorosos que he escondido por salud mental para evitar ofenderlos. Porque sé que ofenderlos es peligroso.
Cuando me dicen que no tengo que contestar, me despojan del último pedazo de voluntad que poseo en este intercambio que no pedí al darme permiso de hacer lo que de todos modos habría hecho.
Así que, por favor, dejen de mandarme su #amor. Dejen de mandarme vibras positivas. Dejen de comentarme lo que piensan. A continuación, tres sugerencias sobre otras cosas que pueden hacer y que tendrán un mayor impacto inmediato:
  • Dinero: Para fondos que pagan los costos legales de los negros que han sido arrestados, encarcelados o asesinados injustamente o para apoyar a los políticos negros que contienden a un cargo público.
  • Mensajes: Para sus parientes y seres queridos diciéndoles que no los van a visitar ni responderán sus llamadas telefónicas sino hasta que realicen acciones significativas para apoyar las vidas negras, ya sea mediante la participación en protestas o contribuciones financieras.
  • Protección: Para los compañeros negros que salen a manifestarse y corren mayor riesgo de salir lesionados durante las protestas.
Sí, estas acciones pueden sonar serias, pero ustedes insisten en que me quieren y el amor exige sacrificios. Los mensajes de texto son ilimitados en muchos planes de telefonía celular. Mandar emoticonos no representa ningún sacrificio.
Si sienten la necesidad de saber cómo me siento porque soy su amigo negro, olvídenlo. Yo les diré lo que necesito. Si no reciben un mensaje mío, ese es el mensaje. 12 de junio de 2020
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*Chad Sanders (@ChadSand)) es escritor, autor del libro de próxima publicación Black Magic.

China despertó


Junio 12 2020

Por Luis Casado *
“Dejad dormir a China, porque cuando China despierte el mundo temblará” es una frase atribuida a Napoleón Bonaparte, que el depuesto emperador habría pronunciado en 1816 en Santa Helena, después de leer la Relación del viaje a China y a Tartaria del aristócrata irlandés Lord Macartney.
En 1973 Alain Peyrefitte, cercano colaborador del General de Gaulle, utilizó la segunda parte de la oración como título de un libro que se transformó en un clásico de la literatura política mundial. Ya he comentado que la edición francesa vendió más de 885 mil ejemplares. Nadie que pretenda comentar algo relativo al Imperio del Medio puede, decentemente, ignorar ese trabajo.
Lo cierto es que China ‘despertó’, si nos referimos a su desarrollo económico, a su fortaleza financiera, a su dominio de las más recientes tecnologías, a la creatividad de su ciencia, a su actividad diplomática y –last but not least– a su poderío militar.
Peyrefitte describe, en las casi 500 páginas de su ensayo, el estado en que se encontraba China en ese momento. No puedo reproducir aquí ese texto, pero puedo resumir, gracias al monumental trabajo del historiador británico Antony Beevor (La Segunda Guerra Mundial – Londres 2012), el estado de la China –país eminentemente campesino– que Mao conquistó el 1º de octubre de 1949.
“Para el campesinado chino el sufrimiento no tenía nada de nuevo. Conocía demasiado bien la hambruna que sucedía a las inundaciones, a la sequía, a la deforestación, a la erosión del suelo y a las depredaciones de los ejércitos de los señores de la guerra. Vivían en endebles casas de tierra y sus existencias estaban afligidas por la enfermedad, el analfabetismo, las supersticiones y la explotación de propietarios que exigían alquileres de entre la mitad y los dos tercios de las cosechas”.
“Agnes Smedley, periodista estadounidense, comparaba su vida a la de los siervos de la Edad Media. Sobrevivían gracias a minúsculas porciones de arroz, de maíz o de zapallos cocidos en un caldero de hierro, su bien más preciado. Muchos iban los pies desnudos, incluso en invierno, y llevaban sombreros de paja para trabajar en el verano, curvados, en los campos. La vida era corta y las viejas campesinas, arrugadas por la edad y oscilando en sus pies vendados, eran un espectáculo relativamente raro. Muchos chinos nunca habían visto un automóvil, ni un avión, ni siquiera una ampolleta eléctrica.”
“En las ciudades, la vida era igual de dura para los pobres, incluso aquellos que tenían un empleo. En Shanghai, escribió un periodista estadounidense, es frecuente, por las mañanas, recoger los cuerpos sin vida de niños obreros cerca de la puerta de las fábricas. Los pobres eran aplastados por los impuestos de colectores de tasas y burócratas codiciosos.”
Como puedes ver, Chile no inventó ni tiene la exclusividad de un gobierno de cleptoparásitos. Los déspotas chinos, por el contrario, nunca tuvieron el descaro de pretenderse demócratas.
La descripción de Peyrefitte, producto de su estadía en China en el año 1971, muestra un país cuyo mayor logro era que cada chino comía al menos una vez al día. Ya no había hambrunas. Por lo demás, los chinos intentaban darle soluciones propias a la miríada de problemas que planteaba una población de 800 millones de habitantes, repartidos en un inmenso territorio de 9.597 millones de km2.
De ahí al país de hoy… que envía cosmonautas al espacio, que construye una estación orbital, que descolla en las más avanzadas tecnologías de la comunicación, que dispone de la más importante red de trenes de alta velocidad del mundo, que inunda el planeta con todo tipo de mercancías y, según quien haga las cuentas, es la primera potencia económica del orbe… media la distancia cronológica de apenas 70 años.
Tal eclosión no podía dejar indiferentes a las potencias que se repartieron el mundo en la Conferencia de Versalles (1919) y luego en Yalta (1945), para no hablar de Bretton Woods (1944), ese Waterloo planetario que le permitió a los EEUU imponer el dólar como moneda de reserva universal.
Ahora bien, como dice el refrán, El ladrón conoce al ladrón, y el lobo al lobo. En su cruzada contra la humanidad Donald Trump desató una guerra comercial contra China, mayormente para preservar lo que queda del Imperio. Para amenizar el jolgorio acusa a Beijing de todos los crímenes cometidos por los EEUU, –en una de esas pasa–, sabiendo que mientras más grande mejor entra. Entre ellos, el de espiar a diestra y siniestra.
No tengo la intención de extenderme sobre los múltiples programas de espionaje yanquis, que no perdonan ni a sus aliados. Como muestra basta un botón, y así nos ahorramos un centenar de escándalos.
El programa ECHELON, considerado la mayor red de espionaje y análisis de la historia, intercepta comunicaciones electrónicas. Controlada por EEUU, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda (en fin, por los EEUU), ECHELON puede capturar comunicaciones por radio y satélite, llamadas de teléfono y correos electrónicos en casi todo el mundo. Se estima que ECHELON intercepta más de tres mil millones de comunicaciones cada día. ¡Alabao!
¿Mencionaré el espionaje interno desatado a partir del ataque a las torres de Manhattan? El USA Patriot Act, es una ley dizque anti-terrorista, votada por el Congreso y firmada por George W. Bush el 26 de octubre de 2001. Gracias a este simpático dispositivo, cada yanqui que pide el libro “Caperucita Roja” para sus niños en la biblioteca, queda fichado como potencial comunista. No es broma.
PRISM es el nombre de un programa de la United States National Security Agency (NSA) que colecta comunicaciones Internet desde varias empresas estadounidenses, entre otras desde Google, apoyándose en una ley (FISA Amendments Act) del 2008 que obliga a entregar esos datos. La NSA usa PRISM para exigir que le entreguen incluso las comunicaciones encriptadas, saludos te mandó la seguridad del cliente.
PRISM comenzó en el 2007 y su existencia fue revelada seis años después por Edward Snowden, quien advirtió que el alcance del espionaje iba mucho más lejos que el propósito inicial (Angela Merkel –espiada gracias a este juguetito– puede dar fe de lo que escribo) convirtiéndose en una actividad “peligrosa y criminal”. Resultado: Edward Snowden es un proscrito en plan Wanted, dead or alive.
Llegados a este punto, debo declarar que no tengo la más pijotera idea sobre la realidad de los eventuales espionajes chinos. No obstante, si se abstienen –cosa que dudo– serían los únicos. El espionaje se transformó en actividad industrial mucho antes de que yo mismo limpiase el suelo de mi primera fábrica en la época en que era mi oficio.
Lo cierto es que lo que está en juego es el dominio de los mercados mundiales, y partiendo, el de las telecomunicaciones, sector vital para el desarrollo económico e industrial del siglo XXI. Visto que los chinos –Huawei, entre ellos– han alcanzado una ventaja decisiva, los EEUU intentan bloquear su entrada en el mercado yanqui, y amedrentan a sus ‘aliados’ (algunos analistas mal intencionados dicen ‘sus perritos falderos’) para evitar que Huawei venda sus sistemas 5G en Europa.
Del mismo modo han intentado bloquear la venta de hidrocarburos rusos (gas y petróleo) en la Unión Europea, y particularmente en Alemania.
Después de boicotear la OMC, la OMS, la Unesco, los tratados comerciales interoceánicos, los acuerdos de control de armas atómicas, de atacar a sus propios ‘aliados’ y a sus supuestos enemigos, y de cagarse en el movimiento antirracista de su propio país, Donald Trump acaba de amenazar con las penas del infierno a los jueces de la Corte Penal Internacional (CPI), cuya eminente tarea consiste en investigar y sancionar los crímenes de guerra.
Algún juez, al que la arrogancia de Donald se la trae al pairo, cometió el delito de lesa majestad de investigar los crímenes de guerra de los EEUU en Afganistán. El pobre jurista no se entera: nunca oyó hablar de Edward Snowden, ni de Julian Assange y aun menos de Chelsea Manning. La democracia y los derechos humanos valen solo para el prójimo. En fin, para el prójimo de Donald. Él mismo los usa para masajearse la región distal vecina al hueso sacro.
De modo que henos aquí, ante la penosa tarea de aceptar que, después de los malos rusos (malos porque rusos), llegaron los chinos malos. En fin, regresaron, visto que los chinos ya eran malos desde la época de Fu Manchú.
A Donald se le cayó la Biblia que deshoja para limpiarse. Nunca escuchó eso de “A todo pecador, misericordia”. Tengo para mí que haría bien leyendo a Mateo 21/31-32:
Jesús dijo entonces a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Os lo declaro, es la verdad: los perceptores de impuestos y las prostitutas llegarán antes que vosotros al Reino de Dios. Porque Juan Bautista vino a vosotros mostrándoos el justo camino y no le creísteis; pero los perceptores de impuestos y las prostitutas le creyeron. E incluso después de ver aquello, vosotros no cambiasteis interiormente para creer en él.”
Mateo (en realidad se llamaba Levi), un pillín, menciona a los perceptores de impuestos visto que, antes de seguir a Jesús, él mismo era concesionario del Imperio Romano para el cobro de impuestos en Galilea, lo que no le ganó mucha popularidad que se diga.
Tengo la debilidad de pensar que añadió las prostitutas dateado por algún arcángel de que muchos años más tarde un hijo de una de ellas llegaría a ser presidente de los Estados Unidos de América. Que Magdalena me perdone…
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*Editor de POLITIKA. Ingeniero del Centre d’Etudes Supérieures Industrielles (CESI – París). Ha sido profesor invitado del Institut National des Télécommunications de Francia y Consultor del Banco Mundial. Su vida profesional, ligada a las nuevas tecnologías destinadas a los Transportes Públicos, le llevó a trabajar en más de 40 países de los cinco continentes. Ha publicado varios libros  en los que aborda temas económicos, lingüísticos y políticos.


sábado, 6 de junio de 2020

Combatir con éxito las pandemias de nuestro tiempo

Jun 5 2020
Prof. Dr. Juan Torres López*
La eficacia de las medidas para combatir una pandemia como la que estamos viviendo y que, por tanto, pueden hacer que sus daños sean mucho mayores. Si somos capaces de evitarlos, tendremos mucha más probabilidad de acabar antes y mejor con cualquiera de ellas.
El primero es creer que se trata de problema que afecta a todas las personas por igual.
Me parece que sobre este error no hay mucho que decir. El simple ejercicio de mirar a nuestro alrededor nos permite comprobar los efectos tan diferentes que tiene la propagación de un virus como el de ahora: no todo el mundo pierde su empleo y hay quien lo pierde pero tiene patrimonio para aguantar durante largo tiempo sin problemas, se puede teletrabajar en casa o no disponer de los medios más elementales para hacerlo, hay quien tiene personas a su servicio y quien tiene que multiplicar las horas dedicadas al trabajo doméstico, en muchos países no todas las personas tienen igual acceso a los servicios sanitarios, las viviendas son muy diferentes, de modo que el confinamiento puede ser una época de gozo o un verdadero infierno, hay quien dispone de conocimientos y tiempo para ayudar en la enseñanza de sus hijos y quien no puede hacerlo y, por supuesto, las condiciones físicas y de salud de partida son muy diferentes en cada uno de nosotros.
Esas diferentes circunstancias no sólo afectan desigualmente al bienestar personal de cada individuo, sino que inciden en la magnitud de la pandemia, en su letalidad, en los brotes que pueda tener, en su alcance. Y, siendo todo eso así, resulta que las medidas para combatirla no pueden ser lineales ni las mismas para todas las personas. No haber puesto personal de apoyo educativo a las familias sin recursos, por ejemplo, traerá unas consecuencias, no diré que decisivas pero sí muy importantes y que se irán manifestando gravemente a lo largo del tiempo, para miles de familias.
Si apenas tenemos consciencia de las diferencias que hay entre los seres humanos, de la enorme desigualdad que nos afecta en la normalidad, si cuando todo va bien apenas nos preocupamos por el impacto tan asimétrico que tienen cualquier medida de política económica, mucho más difícil resulta que tengamos en cuenta su efecto desigual cuando nos encontramos en medio de la calamidad o la emergencia.
No aprendemos, no nos damos cuenta de que tratar igual a los desiguales agranda cada vez más las brechas que tan injusta e injustificadamente nos separan a unos seres humanos de otros. Ni siquiera las desgracias colectivas nos hacen despertar del egoísmo que nos impide entender que dejar atrás a una parte de la humanidad es condenarnos a todos, antes o después, por igual. Y no tener presente este efecto desigual es la semilla de la que brotan, con mucho más fuerza en las pandemias, la xenofobia, el racismo, el machismo… esa estupidez que nos lleva a pensar que podemos salvarnos solos, que podemos sobrevivir a la desgracia sin ir de la mano del otro.
El segundo error quizá sea más sutil y todavía menos tenido en cuenta. Se trata de creer que los efectos de una pandemia, el mayor o menor daño que produce y las posibilidades de combatirla con eficacia tienen que ver simplemente con su naturaleza sanitaria.
Sabemos, por ejemplo, que las epidemias son más mortales en los países con democracia más o menos avanzada que en las dictaduras, según mostró un análisis del semanario The Economist (aquí). Y no sólo eso. Un investigador español que trabaja en la Universidad de Pensilvania, Mauro Guillén, ha analizado brotes epidémicos en 146 países desde 1995 y su conclusión sobre los factores de los que depende la mayor mortalidad que sigue a las pandemias va mucho más allá (aquí).
En su opinión, la mayor transparencia, responsabilidad y confianza pública que se dan en las democracias «reducen la frecuencia y la letalidad de las epidemias, acortan el tiempo de respuesta y mejoran el cumplimiento de las personas con las medidas de salud pública» pero «la democracia no tiene efectos sobre la probabilidad y la letalidad de las epidemias». Por el contrario, Guillén estima que son más influyentes la capacidad de intervención que tengan los Estados y, sobre todo, la desigualdad.
La intervención del Estado sería como un baluarte que puede influir sobre la generación y los efectos nocivos de las crisis sanitarias y la emergencia que producen, mientras que la desigualdad económica es el factor que los exacerba.
De su investigación se deduce que los países que disponen de estructuras gubernamentales más fuertes y sólidas sufren menor número de epidemias y que, cuando las sufren, se producen con menos casos y menor número de muertes.
Por su parte, la desigualdad es el factor que puede empeorar las condiciones en que se dan las pandemia, lo que aumenta su frecuencia y escala y, sobre todo, el número de casos que se producen.
Las experiencias de España o Italia en esta pandemia tienen, así, un perfecto encaje en el análisis de Guillén: la mayor desigualdad que se da en estos países, la menor capacidad de intervención de la que han dispuesto sus gobiernos y, sobre todo en nuestro caso, la intervención estatal fragmentada explicarían que la pandemia se haya producido con mayor gravedad que en otros países de nuestro entorno.
El tercer error está en gran medida relacionado con los anteriores. Se tiende a creer que la propagación de un virus y la pandemia que puede seguirle son hechos naturales, como podrían serlo un terremoto, la erupción de un volcán o el choque de un asteroide. Algo que depende de leyes o circunstancias que quizá podamos llegar a conocer pero que están fuera de nuestro control y que no podemos evitar que se produzca. Pero no es así. Nuestra forma de vida influye en la producción y, sobre todo, en la difusión de las enfermedades como la Covid-19, así como el modo en que organizamos nuestra vida social, económica y política determina -según acabo de señalar- la expansión, el daño y las posibilidades de aliviar o acabar con una pandemia.
Sin ánimo de exagerar, creo que puede decirse con todo fundamento que, hoy día, nuestra forma de producir y consumir es pro-pandémica. Nos saltamos las leyes de la naturaleza para producir de modo más intensivo y rentable, no consumimos lo que mejor satisface nuestra necesidad sino lo que nos pone por delante la industria que sólo busca incrementar el beneficio monetario, generamos y acumulamos más deshechos y basura de lo que gastamos en satisfacernos, rompemos los equilibrios básicos de la naturaleza, contaminamos el medio natural del conjunto de las especies, provocamos mutaciones…
Nuestro modo de vivir, nuestra civilización de patas arriba, está al borde de conseguir que la enfermedad y las pandemias sean, principalmente, un producto social al que, de seguir así, quizá dentro de poco no podamos hacer frente con un mínimo de éxito y seguridad: la desigualdad creciente las va a multiplicar en número y en mortalidad y, debilitada o incluso desmantelada la democracia para poder mantener el privilegio en el que se basa ese modo de vida, nos tendremos que enfrentar a ellas con creciente impotencia, con gobiernos sin recursos, impotentes y con las manos atadas.
Sabemos, pues, cuáles son los errores en los que no podemos caer y las armas con las que podemos vencer con salud y bienestar a los virus y pandemias que están por venir: democracia, Estados inteligentes y con recursos suficientes para intervenir con diligencia, mucha menos desigualdad y un modo de producir y consumir más saludable y acorde con las leyes de la naturaleza.
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* Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla. Dedicado al análisis y divulgación de la realidad económica, en los últimos años ha publicado alrededor de un millar de artículos de opinión y numerosos libros que se han convertido en éxitos editoriales. Los dos últimos, ‘Economía para no dejarse engañar por los economistas’ y ‘La Renta Básica. ¿Qué es, cuántos tipos hay, cómo se financia y qué efectos tiene?’. En Público.es, 05.06.20