sábado, 4 de noviembre de 2017

Gramsci: "Nuestro Marx"

(Artículo de Gramsci publicado en e diario "Il Grido dil Popolo" el 4 de mayo de 1918)

¿Somos marxistas? ¿Existen marxistas? Tú sola, estupidez, eres eterna. Esa cuestión resucitará probablemente estos días, con ocasión del centenario, y consumirá ríos de tinta y de estulticia. La vana cháchara y el bizantinismo son herencia inmarcesible de los hombres. Marx no ha escrito un credillo, no es un mesías que hubiera dejado una ristra de parábolas cargadas de imperativos categóricos, de normas indiscutibles, absolutas, fuera de las categorías del tiempo y del espacio. Su único imperativo categórico, su única norma es: "Proletarios de todo el mundo, uníos". Por tanto, la discriminación entre marxistas y no marxistas tendría que consistir en el deber de la organización y la propaganda, en el deber de organizarse y asociarse. Demasiado y demasiado poco: ¿quién no sería marxista?

Y, sin embargo, así son las cosas: todos son un poco marxistas sin saberlo. Marx ha sido grande y su acción ha sido fecunda no porque haya inventado a partir de la nada, no por haber engendrado con su fantasía una original visión de la historia, sino porque con él lo fragmentario, lo irrealizado, lo inmaduro, se ha hecho madurez, sistema, conciencia. Su conciencia personal puede convertirse en la de todos, y es ya la de muchos; por eso Marx no es sólo un científico, sino también un hombre de acción; es grande y fecundo en la acción igual que en el pensamiento, y sus libros han transformado el mundo así como han trasformado el pensamiento.
Marx significa la entrada de la inteligencia en la historia de la humanidad, significa el reino de la conciencia.

Su obra cae precisamente en el mismo período en que se desarrolla la gran batalla entre Tomás Carlyle y Heriberto Spencer acerca de la función del hombre en la historia.

Carlyle: el héroe, la gran individualidad, mística síntesis de una comunión espiritual, que conduce los destinos de la humanidad hacia orillas desconocidas, evanescentes en el quimérico país de la perfección y de la santidad.

Spencer: la naturaleza, la evolución, abstracción mecánica e inanimada. El hombre: átomo de un organismo natural que obedece a una ley abstracta como tal, pero que se hace concreta históricamente en los individuos: la utilidad inmediata.

Marx se sitúa en la historia con el sólido aplomo de un gigante: no es un místico ni un metafísico positivista; es un historiador, un intérprete de los documentos del pasado, pero de todos los documentos, no sólo de una parte de ellos.

Este era el defecto intrínseco a las historias, a las investigaciones acerca de los acaecimientos humanos: el no examinar ni tener en cuenta más que una parte de los documentos. Y esa parte se escogía no por la voluntad histórica, sino por el prejuicio partidista, que lo sigue siendo aunque sea inconsciente y de buena fe. Las investigaciones no tenían como objetivo la verdad, la exactitud, la reconstrucción íntegra de la vida del pasado, sino la acentuación de una determinada actividad, la valoración de una tesis apriórica. La historia era dominio exclusivo de las ideas. El hombre se consideraba como espíritu, como conciencia pura. De esa concepción se derivaban dos consecuencias erróneas: las ideas acentuadas eran a menudo arbitrarias, ficticias. Y los hechos a los que se daba importancia eran anécdota, no historia. Si a pesar de todo se escribió historia, en el real sentido de la palabra, ello se debió a la intuición genial de algunos individuos, no a una actividad científica sistemática y consciente.

Con Marx la historia sigue siendo dominio de las ideas, del espíritu, de la actividad consciente de los individuos aislados o asociados. Pero las ideas, el espíritu, se realizan, pierden su arbitrariedad, no son ya ficticias abstracciones religiosas o sociológicas. La sustancia que cobran se encuentra en la economía, en la actividad práctica, en los sistemas y las relaciones de producción y de cambio. La historia como acaecimiento es pura actividad práctica (económica y moral). Una idea se realiza no en cuanto lógicamente coherente con la verdad pura, con la humanidad pura (la cual no existe sino como programa, como finalidad ética general de los hombres), sino en cuanto encuentra en la realidad económica justificación, instrumento para afirmarse. Para conocer con exactitud cuáles son los objetivos históricos de un país, de una sociedad, de un grupo, lo que importa ante todo es conocer cuáles son los sistemas y las relaciones de producción y cambio de aquel país, de aquella sociedad. Sin ese conocimiento es perfectamente posible redactar monografías parciales, disertaciones útiles para la historia de la cultura, y se captarán reflejos secundarios, consecuencias lejanas; pero no se hará historia, la actividad práctica no quedará explícita con toda su sólida compacidad.

Caen los ídolos de sus altares y las divinidades ven cómo se disipan las nubes de incienso oloroso. El hombre cobra conciencia de la realidad objetiva, se apodera del secreto que impulsa la sucesión real de los acaecimientos. El hombre se conoce a sí mismo, sabe cuánto puede valer su voluntad individual y cómo puede llegar a ser potente si, obedeciendo, disciplinándose a la necesidad, acaba por dominar la necesidad misma identificándola con sus fines. ¿Quién se conoce a sí mismo? No el hombre en general, sino el que sufre el yugo de la necesidad. La búsqueda de la sustancia histórica, el fijarla en el sistema y en las relaciones de producción y cambio, permite descubrir que la sociedad de los hombres está dividida en dos clases. La clase que posee el instrumento de producción se conoce ya necesariamente a sí misma, tiene conciencia, aunque sea confusa y fragmentaria, de su potencia y de su misión. Tiene fines individuales y los realiza a través de su organización, fríamente, objetivamente, sin preocuparse de si su camino está empedrado con cuerpos extenuados por el hambre o con los cadáveres de los campos de batalla.

La comprensión de la real causalidad histórica tiene valor de revelación para la otra clase, se convierte en principio de orden para el ilimitado rebaño sin pastor. La grey consigue conciencia de sí misma, de la tarea que tiene que realizar actualmente para que la otra clase se afirme, toma conciencia de que sus fines individuales quedarán en mera arbitrariedad, en pura palabra, en veleidad vacía y enfática mientras no disponga de los instrumentos, mientras la veleidad no se convierta en voluntad.

¿Voluntarismo? Esa palabra no significa nada, o se utiliza en el sentido de arbitrariedad. Desde el punto de vista marxista, voluntad significa conciencia de la finalidad, lo cual quiere decir, a su vez, noción exacta de la potencia que se tiene y de los medios para expresarla en la acción. Significa, por tanto, en primer lugar, distinción, identificación de la clase, vida política independiente de la de la otra clase, organización compacta y disciplinada a los fines específicos propios, sin desviaciones ni vacilaciones. Significa impulso rectilíneo hasta el objetivo máximo, sin excursiones por los verdes prados de la cordial fraternidad, enternecidos por las verdes hierbecillas y por las blandas declaraciones de estima y amor.

Pero la expresión "desde el punto de vista marxista" era superflua, y hasta puede producir equívocos e inundaciones fatuamente palabreras. Marxistas, desde un punto de vista marxista...: todas expresiones desgastadas como monedas que hubieran pasado por demasiadas manos.

Carlos Marx es para nosotros maestro de vida espiritual y moral, no pastor con báculo. Es estimulador de las perezas mentales, es el que despierta las buenas energías dormidas que hay que despertar para la buena batalla. Es un ejemplo de trabajo intenso y tenaz para conseguir la clara honradez de las ideas, la sólida cultura necesaria para no hablar vacuamente de abstracciones. Es bloque monolítico de humanidad que sabe y piensa, que no se contempla la lengua al hablar, ni se pone la mano en el corazón para sentir, sino que construye silogismos de hierro que aferran la realidad en su esencia y la dominan, que penetran en los cerebros, disuelven las sedimentaciones del prejuicio y la idea fija y robustecen el carácter moral.

Carlos Marx no es para nosotros ni el infante que gime en la cuna ni el barbudo terror de los sacristanes. No es ninguno de los episodios anecdóticos de su biografía, ningún gesto brillante o grosero de su exterior animalidad humana. Es un vasto y sereno cerebro que piensa, un momento singular de la laboriosa, secular, búsqueda que realiza la humanidad por conseguir conciencia de su ser y su cambio, para captar el ritmo misterioso de la historia y disipar su misterio, para ser más fuerte en el pensar y en el hacer. Es una parte necesaria e integrante de nuestro espíritu, que no sería lo que es si Marx no hubiera vivido, pensado, arrancado chispas de luz con el choque de sus pasiones y de sus ideas, de sus miserias y de sus ideales.

Glorificando a Carlos Marx en el centenario de su nacimiento, el proletariado internacional se glorifica a sí mismo, glorifica su fuerza consciente, el dinamismo de su agresividad conquistadora que va desquiciando el dominio del privilegio y se prepara para la lucha final que coronará todos los esfuerzos y todos los sacrificios.

Saúl Bellow: "Son más los que mueren de desamor" (fragmento)

"(...) Hacia el fin de la vida, uno tiene que cubrir una especie de programa de dolor, un programa largo como un documento oficial, solo que es tu programa de dolor. Categorías infinitas. Primero, causas físicas como la artritis, las piedras en la vesícula, los espasmos menstruales. En la siguiente categoría, el orgullo herido, la traición, la estafa, la injusticia. Pero los artículos más duros son los que se refieren al amor. La cuestión es entonces: ¿por qué persisten? Si el amor destroza y sus estragos se ven por todas partes, ¿por qué no se actúa con sensatez y se retira uno pronto?
- Por anhelos inmortales -dije-. O tal vez porque uno espera un golpe de suerte."

Jorge Abelardo Ramos: "Prólogo a la 'Vida del Chacho' de José Hernández"

Jorge Abelardo Ramos: "Prólogo a 'Vida del Chacho' de José Hernández" (Editorial Coyoacán, 1963)


En el mes de noviembre de 1863 aparecieron en el diario “El Argentino”, de Paraná, unos artículos firmados por José Hernández. Todo el país se había estremecido por el asesinato del general Peñaloza, y el joven periodista, afincado en la tierra entrerriana, transmitió la indignación general a la prosa ardiente de su “Vida del Chacho”.

En su alma nacía ya Martín Fierro, esa especie de arquetipo de todo el gauchaje ultimado por la misma burguesía comercial porteña que había degollado al general Peñaloza. En esas páginas vemos a un José Hernández poco conocido; es el “anti Facundo” por excelencia. Pero no es de lectura obligatoria en las escuelas, como el otro. Tal es la fuerza adquirida por la tradición letal de la cultura oligárquica. Ese solo hecho demuestra que la reorganización de la enseñanza en el país habrá de hacerse de arriba abajo, en los tres ciclos y rehaciendo la ideología de todo el profesorado. Pero esta no será la tarea de un ministro, sino de algo más profundo. Para lograr que las nuevas generaciones adquieran una versión veraz de la historia nacional, será preciso modificar las bases mismas de la sociedad argentina. Algo de eso vio el cantor inmortal cuando habló de que en esta tierra nunca se acaba el embrollo; y que sería preciso esperar a “que un criollo viniera a esta tierra a mandar”. Según se vio más tarde, con un criollo solo no bastaba: pues uno solo puede morir o envejecer, o ablandarse, o defeccionar, que a fin de cuentas es lo mismo. Hacían falta muchos criollos, y que todos ellos “mandasen”, o, dicho en palabras más puebleras, que ordenasen por sí mismos colectivamente su destino. No otro es el fin supremo de la política, y Hernández era un político revolucionario. Cuando los mitristas le quitaron la espada de la mano, empuñó la pluma y cantó para los siglos. La vida y la muerte del Chacho se insertó en su espíritu como un episodio típico de la gesta. La importancia de su “Vida del Chacho”, desde el punto de vista histórico, es en cierto modo similar a la del “Martín Fierro”. Pues, como en el poema genial, Hernández expone aquí, en una prosa sencilla, el itinerario vital de un soldado de nuestras guerras civiles, dotado de una grandeza sin énfasis. Y revela por qué Hernández tanto como Peñaloza eran hostiles a Rosas, al mismo tiempo que a Mitre y a los unitarios.

¿Cómo se explica esto? Es del más alto interés político e histórico esclarecerlo. El autor y su héroe eran federales, pero federales nacionales. Esta distinción es fundamental y la subrayan las crónicas de provincias y algunos libros perdidos del pasado. Pero no ha tenido los honores de ser incluida en los libros que habitualmente circularon desde Buenos Aires, secular usina de prestigio, que tiñe a las ideas políticas de su propio color, aunque nunca es natural sino de tintorería. Pues, en efecto, si había un solo unitarismo, había en cambio dos federalismos. El nacionalismo rosista ha prescindido de este análisis, que debe fundarse no sólo en las distintas ideas políticas del partido unitario y del partido de Rosas, sino en la situación de las clases sociales que los sostenían. Como los nacionalistas aborrecen la idea misma de las “clases”, que consideran una invención infernal del marxismo, se ven obligados a participar con la escuela liberal de la concepción idealista de la historia que sólo ve en la gran pantalla las “sombras” ideológicas desprendidas de los cuerpos reales que las originan.

El partido federal bonaerense de Rosas difería del partido unitario porteño en un “criollismo” fundado en la estructura agraria de la provincia. Eran productores directos y abastecedores del mercado exterior, y si eran “socios” de sus compradores extranjeros, no eran sus lacayos. Su base de poder estaba en los campos y las haciendas, en los saladeros y hasta en las flotillas de transporte. El partido unitario porteño en cambio, era un órgano de la ciudad-puerto. Tendencia de los tenderos, los doctores y los importadores, el célebre partido de las “luces” retrataba en sus ínfulas y su política los intereses de la burguesía compradora y de todos los sectores intermediarios con el capital europeo. Para un hacendado, pactar con las escuadras francesas era un baldón; para los unitarios, un honor. Pero tanto la Provincia como la Ciudad estaban unidas en esa superior unidad geoeconómica que la Corona española llamó la “Provincia Metrópoli”, donde se concentraba todo el poderío rentístico del Virreynato, que la Revolución de Mayo no alteró.
La provincia bonaerense vendía sus frutos a través del puerto de la ciudad y percibía los beneficios de su producción en la ciudad misma, donde los estancieros, generalmente, tenían su hogar. Tanto los hacendados como los comerciantes usufructuaban en común la ventaja exclusiva del puerto único, que alimentaba la Aduana y ésta el Crédito Público, según lo enseñó Alberdi. Este grupo de intereses se enfrentaba a las provincias, que no podían comerciar con el extranjero sino por medio de Buenos Aires; y Buenos Aires se embolsaba todas las ganancias derivadas del trabajo del conjunto del país. Alberdi planteó incisivamente en esos términos el dilema entre Buenos Aires y las provincias.

Cuando Rivadavia quiso “unificar el país a palos”, llevado por la ceguera de quien había vivido en Londres pero jamás había pisado La Rioja, todo el país se levantó contra él; y los hacendados bonaerenses advirtieron que era mucho mejor dejar el país desorganizado que provocar una guerra de unidad nacional encabezada por las montoneras provincianas, capaces de conquistar Buenos Aires y nacionalizar la Aduana. Entonces se hicieron “federales”, transformando esa palabra en sinónimo de localismo. Pero este federalismo, que convenía a Buenos Aires tan sólo y le permitía disfrutar a solas la suculenta Aduana nacional, llevaba la postración a las provincias, que sólo podían progresar mediante los recursos aduaneros distribuidos igualitariamente y empleados para industrializarlas.
De ahí que hubo un partido “federal” en el Buenos Aires de Rosas, cuya política consistía tan sólo en dejar en paz a las provincias, para que se comieran su propia pobreza, y un partido unitario porteño, obstinado en “organizar” el país en beneficio del capital extranjero, ávido del mercado interior. A su vez, las provincias se llamaron federales, pero no por separatistas, que maldito si les convenía, sino para enfrentar a las fuerzas unitarias porteñas, siempre dispuestas a imponer su orden en las provincias a sangre y fuego. Las provincias federales toleraron a Rosas mientras no tuvieron más remedio que defenderse de las continuas tentativas intervencionistas. Pero recibieron con alegría su caída cuando el entrerriano Urquiza se levantó contra el Restaurador en 1851. Creyeron que al fin podría “organizarse el país”, esto es, que la hora de las privaciones había terminado. Ese fue el sentido nacional de la empresa que Urquiza abandonó luego y cuya traición le costó la vida a mano de sus propios adictos. Por eso apoyaron a Urquiza al principio desde los guerreros de la Independencia hasta José Hernández y Juan Bautista Alberdi, caudillos como Peñaloza e intelectuales como Gutiérrez.
Eso explica que el general Ángel Vicente Peñaloza, el célebre Chacho, haya sido capitán de Juan Facundo Quiroga y aliado de Brizuela contra Rosas, que haya acompañado a Urquiza y se levantara contra Mitre. Por la misma razón Hernández increpa a Sarmiento y al partido unitario y se llama federal, al mismo tiempo que condena el gobierno de Rosas.
Hernández y todo el partido federal de provincias se comprenden tan sólo si se los juzga, en el lenguaje contemporáneo, como expresiones del nacionalismo democrático, que es la verdadera tradición histórica de las fuerzas populares argentinas.

Gramsci: "Jefe"

(Artículo de Antonio Gramsci. Publicado en el diario "L'Ordine Nuovo" el 1º de marzo de 1924, Lenin murió el 21 de enero de 1924)

Todo Estado es una dictadura. Ningún Estado puede carecer de un Gobierno constituido por un reducido número de hombres que se organizan a su vez alrededor de uno dotado de más capacidad y de mayor clarividencia. 

Mientras haga falta el Estado, mientras sea históricamente necesario gobernar a los hombres, cualquiera que sea la clase dominante, se planteará el problema de tener jefes, de tener un "jefe". El que algunos socialistas que siguen llamándose marxistas y revolucionarios digan que quieren la dictadura del proletariado, pero no la dictadura de los "jefes", la individualización, la personalización del mando; que digan, esto es, que quieren la dictadura, pero no en la única forma en que es históricamente posible, basta para revelar toda una orientación política, toda una preparación teórica "revolucionaria".

En la cuestión de la dictadura proletaria el problema esencial no es el de la personalización física de la función de mando. El problema esencial consiste en la naturaleza de las relaciones que los jefes o el jefe tengan con el partido de la clase obrera, y de las relaciones que existan entre ese partido y la clase obrera. ¿Son relaciones puramente jerárquicas, de tipo militar, o lo son de carácter histórico y orgánico? El jefe, el partido, ¿son elementos de la clase obrera, son una parte de la clase obrera, representan sus intereses y sus aspiraciones más profundas y vitales, o son una excrecencia de ella, una simple sobreexposición violenta? ¿Cómo se ha formado ese partido, cómo se ha desarrollado, mediante qué proceso se ha producido la selección de los hombres que lo dirigen? ¿Por qué se ha convertido en partido de la clase obrera? ¿Ha ocurrido eso por casualidad? El problema lo es, pues, de todo el desarrollo histórico de la clase obrera, que se constituye lentamente en la lucha contra la burguesía, registra alguna victoria y sufre muchas derrotas; y no sólo de la clase obrera de un solo país, sino de toda la clase obrera mundial, con sus diferenciaciones superficiales y, sin embargo, tan importantes en cada momento aislado, y con su sustancial unidad y homogeneidad.

El problema se convierte en el de la vitalidad del marxismo, de su ser o no ser la interpretación más segura y profunda de la naturaleza y de la historia, de la posibilidad de que dé a la intuición genial del hombre político un método infalible, un instrumento de precisión extrema para explorar el futuro, para prever los acontecimientos de masa, para dirigirlos y hacerse dueño de ellos.

El proletariado internacional ha tenido y sigue teniendo un ejemplo vivo de partido revolucionario que ejerce la dictadura de clase; ha tenido y desgraciadamente no tiene ya el ejemplo vivo más característico y expresivo de lo que es un jefe revolucionario: el camarada Lenin.

El camarada Lenin ha sido el iniciador de un nuevo proceso de desarrollo de la historia, pero lo ha sido porque él mismo era el exponente y el último momento más individualizado de todo un proceso de desarrollo de la historia pasada, no sólo de Rusia, sino del mundo entero. ¿Era por casualidad jefe del partido bolchevique? Y el partido bolchevique, ¿era por casualidad el partido dirigente del proletariado ruso y, por tanto, de la nación rusa? La selección duró treinta años, fue laboriosísima y tomó a menudo las formas aparentemente más extrañas y absurdas. Se produjo en el campo internacional, en contacto con las civilizaciones capitalistas más adelantadas de la Europa central y occidental [56], en la lucha de los partidos y de las fracciones que constituían la Segunda Internacional antes de la guerra. Continuó luego en el seno de la minoría del socialismo internacional que quedó, al menos parcialmente, inmune del contagio socialpatriótico. Y luego en Rusia, en la lucha por conseguir la mayoría del proletariado, en la lucha por comprender e interpretar las necesidades y las aspiraciones de una clase campesina innumerable, dispersa por un territorio inmenso. Y aún sigue hoy, porque cada día hay que comprender, prever, proveer. Esa selección ha sido una lucha de fracciones, de pequeños grupos; ha sido lucha individual, ha significado escisiones y unificaciones, detenciones, exilios, prisión, atentados; ha sido resistencia al desánimo y al orgullo, ha significado sufrir hambre teniendo a disposición millones en oro, ha querido decir conservar el espíritu de un sencillo obrero en el tren del zar, no desesperar nunca aunque todo pareciera perdido, sino volver a empezar con paciencia, con tenacidad, conservando la sangre fría y la sonrisa en los labios cuando los demás perdían la cabeza. El Partido Comunista ruso, con su jefe Lenin, se había ligado de tal modo a todo el desarrollo del proletariado ruso, a todo el desarrollo, por tanto, de la entera nación rusa, que no es siquiera posible imaginarios separados, ni al proletariado como clase dominante sin que el Partido Comunista sea el partido de Gobierno, y, por tanto, sin que el Comité Central del partido sea el inspirador de la política del Gobierno y sin que Lenin fuera el jefe del Estado. La actitud misma de la gran mayoría de los burgueses rusos --que decían: sería también nuestro ideal una república con Lenin en cabeza, pero sin el Partido Comunista-- tenía una gran significación histórica. Era la prueba de que el proletariado no ejercía ya sólo el dominio físico, sino que dominaba también espiritualmente. En el fondo y confusamente, hasta el burgués ruso comprendía que Lenin no habría podido llegar a la jefatura del Estado ni mantenerse en ella sin el dominio del proletariado, sin que el Partido Comunista fuera el partido de Gobierno: su conciencia de clase le impedía reconocer, además de su derrota física directa, su derrota ideológica e histórica; pero ya dudaba, y su duda se expresaba en aquella frase.
56 El subrayado tiene una intención polémica contra una tesis de la fracción izquierdista del P.C.d'I. que atribuía los métodos del partido ruso al atraso de la situación social rusa.

Se presenta también otra cuestión. ¿Es posible hoy, en el período de la revolución mundial, que existan "jefes" fuera de la clase obrera, que existan jefes no-marxistas, que no estén ligados estrechamente a la clase que encarna el desarrollo progresivo de todo el género humano? En Italia conocemos el régimen fascista, y en cabeza del fascismo está Benito Mussolini, y hay una ideología oficial en la cual se definía al "jefe", declarándolo infalible, preconizándolo como organizador e inspirador de un renacido Sacro Imperio Romano. Vemos impresos diariamente en los periódicos decenas y centenares de telegramas de homenaje de las vastas tribus locales al "jefe". Vemos sus fotografías: la máscara endurecida de un rostro que conocimos en las concentraciones socialistas. Conocemos ese rostro. Conocemos el movimiento de esos ojos en las órbitas, que en el pasado se proponían aterrar a la burguesía con su mecánica ferocidad, y hoy aterrar al proletariado. Conocemos ese puño siempre cerrado en amenaza. Conocemos todo ese mecanismo, todo ese arsenal, y comprendemos que pueda impresionar y agitar las vísceras de la juventud en las escuelas burguesas; es de verdad impresionante, incluso visto de cerca, y asombra. Pero ¿"jefe"? Hemos visto la semana roja de junio de 1914. Más de tres millones de trabajadores se lanzaron a la calle por el llamamiento de Benito Mussolini, que desde hacía un año, desde la hecatombe de Roccagorga, los habían preparado para aquella gran jornada con todos los medios periodísticos y tribunalicios que estaban entonces a disposición del "jefe" del Partido Socialista, de Benito Mussolini: desde los dibujos de Scalarini hasta el gran proceso de Milán. Tres millones de trabajadores salieron a la calle; y faltó el "jefe", que era Benito Mussolini. Faltó como "jefe", no como individuo, porque dicen que como individuo era valiente, y que en Milán desafió el cordón y los fusiles de los guardias. Faltó como "jefe" porque no lo era, porque, según confesión propia, en la dirección del Partido Socialista no conseguía dominar las miserables intrigas de Arturo Vella o de Angelica Balabanof.

Ya entonces era, como lo es hoy, el tipo concentrado del pequeño-burgués italiano, rabiosa, feroz mezcla de todos los detritus dejados en el suelo nacional por los varios siglos de dominio de los extranjeros y del clero: no podía ser el jefe del proletariado; se convirtió en dictador de la burguesía, que ama los rostros feroces cuando vuelve a hacerse borbónica, que espera ver en la clase obrera el mismo terror que ella sentía por el giro de aquellos ojos y por aquel puño amenazador.

La dictadura del proletariado es expansiva, no represiva. Se produce un continuo movimiento de arriba abajo, un recambio continuo a través de todas las capilaridades sociales, una continua circulación de hombres. El jefe que hoy lloramos encontró una sociedad en descomposición, un polvo de hombres sin orden ni disciplina, porque en cinco años de guerra se había agotado la producción fuente de toda vida social. Todo se ha reordenado y reconstruido, desde la fábrica hasta el gobierno, con los medios, bajo la dirección y el control del proletariado, o sea, de una clase nueva en el gobierno y en la historia.

Benito Mussolini ha conquistado el gobierno y lo mantiene con la represión más violenta y arbitraria. No ha tenido que organizar una clase, sino sólo el personal de una administración. Ha desmontado algún mecanismo del Estado, más para ver cómo era y hacer prácticas del oficio que por una necesidad originaria. Su doctrina está enteramente contenida en la máscara física, en el rodar de los ojos en las órbitas, en el puño siempre dispuesto a la amenaza...

Estos espectáculos no son nuevos para Roma. Roma ha visto a Rómulo, ha visto a César Augusto y ha visto, en su ocaso, a Rómulo Augusto.

Gramsci: "La tendencia a disminuir al adversario"

(Cuadernos de la Cárcel, XXII, páginas 6 a 8)

Es sin más un documento de la inferioridad del que la tiene; se tiende infantilmente a disminuir rabiosamente al adversario para poder creer que se le vencerá sin ninguna duda. Por eso hay oscuramente en esa tendencia un juicio acerca de la propia incapacidad y debilidad (que quiere animarse), y hasta podría reconocerse en ella un conato de autocrítica (que se avergüenza de sí misma, que tiene miedo de manifestarse explícitamente y con coherencia sistemática). Se cree en la "voluntad de creer" como condición de la victoria, lo cual no sería erróneo si no se concibiera mecánicamente, convirtiéndose en un autoengaño (cuando contiene una indebida confusión entre masas y jefes y rebaja la función del jefe al nivel del seguidor más atrasado y sin luces; en el momento de la acción el jefe puede intentar infundir en los seguidores la convicción de que el adversario será derrotado sin ninguna duda, pero él mismo tiene que hacerse un juicio más exacto, y calcular todas las posibilidades, incluso las más pesimistas). 

Un elemento de esta tendencia es de la naturaleza del opio: es, efectivamente, propio de débiles el abandonarse a las fantasías, el soñar con los ojos abiertos que los propios deseos son la realidad, que todo se desarrolló según los deseos de uno. Por eso se atribuyen a una parte la incapacidad, la estupidez, la barbarie, la cobardía, etc., y a la otra las dotes más altas del carácter y de la inteligencia: la lucha no puede ser dudosa, y ya parece que se tenga la victoria en la mano. Pero esa lucha es soñada, y vencida en sueños. 

Otro aspecto de esta tendencia consiste en ver las cosas como en la pintura histórica de las estampas populares, en los momentos culminantes de alta epicidad. En la realidad, se empiece a actuar por donde se empiece, las dificultades resultan inmediatamente graves porque no se ha pensado nunca concretamente en ellas, y como siempre hay que empezar por cosas pequeñas (pues, por regla general, las cosas grandes son conjuntos de cosas pequeñas), la "cosa pequeña" se desprecia: es mejor seguir soñando y retrasar la acción hasta el momento de la "gran cosa". La función de centinela es molesta, pesada, agotadora; ¿por qué "desperdiciar" así la personalidad humana, en vez de reservarla para la hora grande del heroísmo?, etc. No se tiene en cuenta que si el adversario te está dominando mientras tú lo disminuyes, reconoces ser dominado por uno al que consideras inferior: pero entonces, ¿cómo es que ha conseguido dominarte? ¿Cómo es que te ha vencido y ha sido superior a ti precisamente en aquel instante decisivo que tenía que dar la medida de tu superioridad y de su inferioridad? No hay duda: algún diablo anda por en medio. Pues bien: aprende a conseguir que el diablo se ponga de tu parte.

Una asociación literaria: en el capítulo XIV de la segunda parte del Quijote el Caballero de los Espejos sostiene que ha vencido a Don Quijote: "Y héchole confesar que es más hermosa mi Casilda que su Dulcinea, y en sólo este vencimiento hago cuenta que he vencido a todos los caballeros del mundo, porque el tal Don Quijote que digo los ha vencido a todos, y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona,

Y tanto el vencedor es más honrado,
cuanto más el vencido es reputado.

así, que ya corren por mi cuenta y son mías las innumerables hazañas del ya referido Don Quijote" [161 Gramsci cita en castellano]. (C. XXII; PP 6-8.)

Chomsky: "En Estados Unidos la guerra civil aún no terminó"

ENTREVISTA EXCLUSIVA A NOAM CHOMSKY EN EL MIT
Por Federico Kukso*
Le Monde Diplomatique
En su doble faceta de lingüista y crítico del poder, Noam Chomsky analiza a fondo el ascenso de Donald Trump, las características de la sociedad y el sistema político estadounidenses y las amenazas que asoman detrás de la creciente conectividad.
Noam Chomsky está solo. Sin guardaespaldas, asistentes, secretarias o una estela de estudiantes y admiradores que lo acompañen, el lingüista de 87 años abre la puerta con timidez y mira a ambos lados en busca de una cara conocida. Uno de los intelectuales más importantes del siglo XX y de lo que va del XXI ingresa en la oficina E19-623 del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) en Cambridge. Con un jean gastado y un sweater gris oscuro, luce cansado. Se sienta, cruza las manos y, flanqueado por un té, aguarda con calma.
No sonríe. Chomsky está preocupado. Sabe que el sorprendente ascenso de Donald Trump abrió heridas en un país tan complejo y contradictorio como Estados Unidos.
—¿Cómo explica lo sucedido en los últimos meses en el campo político norteamericano?
—Trump es muy hábil a la hora de incitar el miedo. Si uno observa a los que apoyan a Trump, son en su mayoría blancos de medios o bajos ingresos, poco educados. Curiosamente, entre estos grupos las tasas de mortalidad son altas. Muchos sienten que no hay nada para ellos. Hasta la irrupción de Trump en la escena política habían perdido toda esperanza. Son personas que piensan que se les ha quitado todo. Creen que les han arrebatado su país y que pronto los blancos serán minoría. No hay nada como el movimiento de supremacía blanca en otros países. Creen que el movimiento feminista les ha quitado su rol en las familias patriarcales. De ahí creo que viene tanto fanatismo por las armas. Tienen que tener armas para mostrar que son hombres reales. Además, el aumento de la atomización de la sociedad que deja a las personas solas y aisladas hace que se sientan impotentes frente a fuerzas que los aplastan. En ese clima no es difícil estimular miedos e incitar la bronca y el odio hacia los inmigrantes, hacia otras minorías y hacia el gobierno, como lo ha hecho el candidato republicano.
—¿A qué se debe esta actitud de muchos de los seguidores de Trump?
—Hay una diferencia entre lo que los ciudadanos reciben del gobierno y lo que creen que reciben. Gran parte de lo que reciben no lo ven. En estados como Mississippi hay actitudes anti-gobierno, pero viven en su mayoría con subsidios. Estados como Nueva York y Massachusetts están subsidiando a personas que viven en estados como Arkansas. Allí el gobierno es presentado como un ente que les roba. Se ha instalado muy fuerte la idea del “hard working american” (el trabajador estadounidense), víctima de un gobierno que no tiene clemencia. Candidatos como Ted Cruz y Donald Trump han construido sus campañas alrededor de esta figura. La gente termina cayendo en esas trampas.
—¿Qué le llamó la atención en las campañas presidenciales en términos de retórica o de lingüística?
—No tanto en retórica. Me sorprendió la irrelevancia de los hechos. Ya no importan cuáles son ciertos y cuáles son falsos. La verdad es irrelevante. Trump es un maestro en eso. Fue sorprendente ver cómo no importaba cuán locas eran las cosas que decía. Repitió una y otra vez que los musulmanes festejaron los atentados contra las Torres Gemelas. O que el gobierno mexicano organizaba criminales y violadores para mandarlos a través de la frontera. Decía lo que se le antojaba y no importaba. Las cosas que la gente cree son muy extrañas. Los evangelistas creen que Trump es uno de ellos. Hace unos años, una buena parte de la comunidad afroamericana creía que Bill Clinton fue el primer presidente negro. Y fue devastador para esa comunidad.
El problema más urgente
Hay muchos Noam Chomsky. Está el Chomsky científico que revolucionó la lingüística moderna con el desarrollo del concepto de gramática transformacional y generativa según la cual el lenguaje se adquiere porque los seres humanos estamos biológicamente programados para ello. Y está el Chomsky activista político, el crítico del poder, uno de los referentes de la intelectualidad de la izquierda mundial que no deja pasar una oportunidad para denunciar las deficiencias democráticas de la sociedad estadounidense o de su política exterior o la manipulación de los medios de comunicación por parte de las corporaciones. Esas dos caras confluyen en este hombre nacido en 1928 en Filadelfia, profesor emérito del MIT, y al que se lo puede ver a diario recorriendo con tranquilidad los pasillos de una de las universidades más influyentes del planeta.
—¿Qué temas le sorprendió que no se hayan tocado en los debates presidenciales o en la campaña en general?
—Durante las elecciones primarias me llamó la atención que no se discutieran temas económicos. Sólo se hablaba de levantar muros o de bombardear Medio Oriente. El que se destacaba era Bernie Sanders que sí hablaba de temas serios. Eso forzó a Hillary Clinton a moverse hacia esa dirección. Tampoco se discutió sobre el cambio climático.
—¿Por qué pasó eso?
—En las grandes democracias las decisiones están siendo tomadas por una pequeña elite económica. Su interés no es salvar a la especie. Su interés es la maximización de sus beneficios. Por eso los candidatos del Partido Republicano, que es esencialmente el partido de los ricos y privilegiados, negaron y niegan sistemáticamente el calentamiento global. El Acuerdo de París fue un paso muy importante para la reducción de los gases que provocan el cambio climático. Pero en Estados Unidos no fue reconocido por el Partido Republicano que controla el Congreso. En febrero de este año, la Corte Suprema suspendió el programa Clean Power Plan (Proyecto para una Energía Limpia) con el que Barack Obama buscaba limitar las emisiones contaminantes de las centrales térmicas. Fue un mensaje para el mundo.
—Pero en septiembre finalmente Obama ratificó junto a China el Acuerdo de París por decreto sin pasar por el Senado. ¿Qué cree que se puede hacer contra esta permanente negación por parte del Partido Republicano?
—Nadie lo quiere poner en palabras, pero de hecho el Partido Republicano es la organización más peligrosa que ha existido en toda la historia humana. Literalmente. Sus políticas conducirán a la destrucción de la especie. La población quiere que se haga algo contra el cambio climático pero su voluntad no influye en las decisiones. Una iniciativa llamada Yale Project on Climate Change Communication mostró que sólo uno de cada cuatro estadounidenses no cree en el cambio climático a pesar del consenso científico internacional.
—Donald Trump y Marco Rubio llegaron a cuestionar la idea de que la acción humana sea la responsable del cambio climático. Ted Cruz declaró que todo lo relacionado con el calentamiento global es un engaño. ¿Cuán peligrosas pueden llegar a ser estas actitudes?
—El cambio climático es un problema urgente. Es el problema más importante que ha enfrentado la especie humana. Si no lo resolvemos, no habrá futuro para la humanidad.
Nuevas caras, viejos fantasmas
El 9 de julio de 1955, Albert Einstein y el filósofo Bertrand Russell redactaron un manifiesto en el que alertaban sobre los peligros de la proliferación del armamento nuclear y exigían a los líderes mundiales buscar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales. “Recordad vuestra humanidad y olvidad el resto”, escribían estos dos intelectuales en el momento más crudo de la Guerra Fría.
Este año Chomsky, el italiano Toni Negri y el fundador de la New Left Review, Tariq Ali, continuaron aquella tradición precautoria y encabezaron un manifiesto por los derechos y libertades civiles en el Viejo Continente. “Europa marcha hacia su decadencia
–afirmaron–. El continente que pretendió emerger de la posguerra como garante de las libertades y derechos civiles se está hundiendo en la naturalización de la barbarie y en el vacío de una forma de gobierno crecientemente autoritaria. Enfrentada a la crisis más severa de su historia reciente ha elegido el peor de los caminos emprendiendo políticas que creíamos erradicadas”.
—¿Cuáles cree que serán las consecuencias de esta crisis en Europa?
—Desgraciadamente lo que ocurre ahora es una reminiscencia de lo que sucedió en 1930. El ascenso de Trump recuerda al ascenso del fascismo en Alemania. En Europa el centro colapsó. Los principales partidos decayeron, y la izquierda y la derecha se hicieron más extremas. Todos saben lo que pasó después.
—¿Y en el resto del mundo?
—Las desigualdades han aumentado en todos lados. Es uno de los efectos del neoliberalismo. Pero han aumentado más en los países anglosajones y en especial en Estados Unidos. En 2014, la organización internacional Oxfam calculó, en su reporte anual, que 90 individuos tenían la mitad de la riqueza del mundo. En 2015, eran 62 individuos en China, Arabia Saudita, Rusia y Estados Unidos. Bernie Sanders fue el único que lo hizo visible en su campaña.
—¿Cómo llegó el Partido Republicano a su situación actual?
—Hasta hace unas décadas era el partido del progreso y también el partido anti-esclavitud. Todo cambió con el tiempo, pero en especial en la década de 1960. El Movimiento por los Derechos Civiles tuvo un efecto polarizador. Los presidentes racistas –Nixon, Reagan, entre otros– se dieron cuenta de que podían usar el antagonismo y el racismo en el Sur a su favor. A muchos no les gusta hablar del tema, pero basta con mirar la campaña de Reagan. Fue el último líder mundial que apoyó el apartheid en Sudáfrica. Se negaba siquiera a admitir que existía tal cosa. Decía que era sólo un conflicto tribal. Reagan vetó sanciones contra el país africano aprobadas por el Congreso. Su guerra contra la droga fue organizada a partir de argumentos racistas. Aumentó la encarcelación de hombres negros. El Partido Republicano continuó la tradición racista del Sur. Si uno mira las elecciones presidenciales de 2012 y ve los estados rojos y los estados azules, o sea republicanos y demócratas, observa un mapa de la Guerra Civil.
—En los estados del Sur muchas personas no hablan de Guerra Civil sino de la “Guerra de la Independencia sureña”. ¿Está diciendo que en términos políticos aún se sigue peleando la Guerra Civil?
—Estados Unidos nunca desarrolló un sistema político basado en clases. Es un sistema político geográfico y se remite a los tiempos de la Guerra Civil. Nunca terminó. Nixon explotó estos viejos rencores y miedos. Los grupos racistas y extremistas se alienaron en el Sur. En los últimos años, tanto el Partido Demócrata como el Republicano han girado hacia la derecha. Y el Partido Republicano salió del espectro. Sus políticas están orientadas a los más ricos y al poder corporativo. Si tuviéramos una sociedad democrática los impuestos a los ricos serían mucho más altos. En Estados Unidos los impuestos son bajos si se los compara con otros países, por eso muchas infraestructuras están colapsando y ciertos servicios son malos.
—¿Qué rol juega la religión en la política estadounidense?
—La gran base del Partido Republicano son evangelistas y fundamentalistas cristianos. Ese es un aspecto muy llamativo y curioso de Estados Unidos: es una sociedad extremadamente religiosa. No hay nada parecido entre otros países desarrollados. No se encuentran otras sociedades en las que un tercio de la población piense que el mundo fue creado hace algunos miles de años. Dos tercios de la población están esperando la “Segunda Venida” del Mesías. Es un fenómeno único de Estados Unidos y ha sido movilizado por el Partido Republicano porque necesita una base. En las elecciones primarias cada candidato se peleaba por mostrarse más religioso que el resto de sus contrincantes. No es algo nuevo. Esto se profundizó en los 80 cuando los tres candidatos –Carter, Reagan y Anderson– comenzaron la tradición de destacar su religiosidad para captar el voto creyente. Desde entonces, todos los candidatos a presidente se muestran religiosos. Y los que no lo son, como Bill Clinton o incluso Donald Trump, aparentan.
—Usted siempre ha sido muy crítico con el financiamiento de las campañas políticas. ¿Por qué?
—En Estados Unidos, los políticos siempre están en campaña y buscando recaudar fondos. Esto ha sido siempre un factor importante que socava la democracia representativa. El politólogo Thomas Ferguson estudió el tema en su libro Golden Rule: The Investment Theory of Party Competition en el que muestra que la financiación es un factor fundamental a tener en cuenta para predecir futuras políticas. Restringir esto sería importante.
Más conectados y más espiados
—Su libro Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media fue escrito en 1988. Desde entonces el ecosistema mediático ha cambiado. ¿Tiene nuevas hipótesis acerca de cómo afectan las redes sociales en la conformación de la opinión pública?
—Hay gente que usa internet para tener acceso a más información. Pero creo que ese es un porcentaje muy bajo. Los estudios muestran que la gente va hacia aquello que ya cree, a sitios con los que uno ya está de acuerdo. Las redes sociales son una cámara de eco. Uno de los efectos más sorprendentes es la dispersión de teorías conspirativas. Es como si los hechos ya no importaran. Las redes sociales en lugar de conectar, aíslan. Cada joven tiene un celular y habla con alguien que cree que es un amigo. Pero lo que tiene son contactos muy superficiales. Lo veo en mis nietos. Ellos creen que tienen muchos amigos. Pero no son amigos. El efecto que esto tiene es que los aísla mucho más de lo que ya estaban. Es un ambiente muy superficial. Recibo muchas cartas y mails de personas que me dicen que cada vez les cuesta más leer. No leen. Ojean. Rastrillan algo con la mirada durante tres segundos y saltan a otra cosa. No veo que tengamos una población cada vez más educada. Al contrario. Y eso tiene consecuencias políticas.
—En 2015, usted dijo que Estados Unidos debería recibir como un héroe a Edward Snowden, refugiado en Rusia tras revelar secretos de Estado, y juzgar a quienes autorizaron la vigilancia de la población que Snowden denunció. ¿Considera que sus revelaciones tuvieron algún efecto en la defensa de la privacidad?
—Me hubiera gustado que así fuera. Pero la vigilancia de los ciudadanos sigue en alza. Y cuando al fin llegue la llamada “internet de las cosas”, la interconexión de todos los objetos, creo que será monstruoso. Cualquier cosa que mires va a estar mandando información privada a la Agencia de Seguridad Nacional.
—Junto a figuras como Elon Musk y Stephen Hawking, usted también alertó recientemente sobre los peligros de usar la inteligencia artificial para el desarrollo de armas. ¿Cree que a largo plazo estos avances pueden tener consecuencias sociales?
—Hay que tener cuidado. Pero al mismo tiempo hay que señalar que hay un gran despliegue publicitario o hype (bombo) alrededor de la inteligencia artificial. Está muy lejos de los logros que se le atribuyen. Hay que ser cautelosos. Sí, se han hecho grandes avances, los automóviles autónomos son muy lindos, pero no hay nada remotamente cercano a la inteligencia humana. Los sistemas artificiales de reconocimiento visual son muy primitivos. Los automóviles autónomos no distinguen bien entre peatones y objetos. Nos habremos extinguido a causa del cambio climático o tras una guerra nuclear mucho antes de cualquier rebelión de las máquinas. Otro tema a tener en cuenta es todo lo que refiere a investigaciones de ingeniería genética. Aún hay mucho que no sabemos sobre el genoma. Por eso las consecuencias de modificar un solo gen podrían ser impredecibles.
—A comienzos de 2016, el FBI llevó a Apple a los juzgados por negarse a desbloquear el iPhone de uno de los terroristas del atentado en San Bernardino. ¿Cómo ve los choques entre gobierno y corporaciones por el tema de la privacidad?
—Es un conflicto interesante. Personalmente espero que Apple gane a largo plazo. Básicamente hay un conflicto entre dos centros de poder en este asunto. No se trata de la primera batalla. El gobierno está dominado por el poder corporativo, pero aún así hay conflictos. Otro caso sucede en Irán. Las corporaciones estadounidenses se mueren por entrar al mercado iraní pero el gobierno no las deja. Lo mismo en Cuba. Durante décadas distintas empresas estuvieron a favor de la normalización de las relaciones: farmacéuticas y corporaciones de energía quieren entrar al mercado cubano. Pero el gobierno las bloquea.
Los orígenes del lenguaje
A diferencia de otros investigadores que no salen de su campo de estudio y deslizan bajo la alfombra de la privacidad sus opiniones políticas, Chomsky no traza límites. Sabe que su especialidad –la lingüística– y aquella facultad que lo desvela –el lenguaje– no están aisladas de la sociedad y de los conflictos de poder que la atraviesan, moldean y definen. Por eso, no le cuesta saltar de un tema a otro como si prendiera y apagara un interruptor.
—Junto al especialista en ciencias de la computación Robert C. Berwick escribió el reciente libro Why Only Us: Language and Evolution en el que exploran los grandes enigmas del lenguaje humano, cómo los seres humanos adquirimos esta capacidad distintiva. ¿Qué es lo que la hace única?
—El lenguaje humano es totalmente distinto a cualquier otro fenómeno del mundo animal. No hay análogo alguno. Ninguna otra forma de comunicación en la naturaleza está al nivel del lenguaje humano. Lo que descubrimos en las últimas décadas es que el lenguaje es como cualquier otro sistema biológico. Todos tenemos básicamente el mismo sistema visual, pero las primeras experiencias a las pocas semanas de vida son cruciales para su desarrollo. En el caso del lenguaje, hablamos distintos idiomas y hay evidencia que demuestra que las diferencias se limitan a la exteriorización, aquella que permitió la interacción social y llevó a la emergencia de estructuras sociales más complejas. La internalización, en cambio, parece ser uniforme. Las capacidades cognitivas y lingüísticas son las mismas en todos los humanos. Las diferencias son superficiales. Existen muy pocas evidencias de la llamada hipótesis de Sapir-Whorf, según la cual el lenguaje determina la manera en que pensamos.
—O sea, el lenguaje nos cambió por fuera y por dentro.
—Ese rasgo es único en el lenguaje: es un sistema internalizado. La visión sólo responde al ambiente. Nada es creado por la visión per se. No hay una generación de “oraciones visuales” ni representaciones. El lenguaje es único porque es un sistema interno y generativo. Por eso, que sepamos, los humanos tenemos un tipo de pensamientos que el resto de los animales no tienen. Eso es llamativo. Los humanos somos radicalmente diferentes de cualquier otra cosa en el mundo biológico. Los Homo sapiens somos recientes: tenemos 200 mil años. Eso es nada en términos evolutivos. Y parece que el lenguaje emergió casi inmediatamente.
—¿Cómo lo saben?
—Todos venimos de África. Pero hay evidencias genéticas de que un grupo, los San, se habría aislado del resto hace aproximadamente 120 mil años. Y esta tribu también tiene lenguaje. Eso da a pensar que el lenguaje se originó entre 200 y 120 mil años atrás. El lenguaje es genético y hay fuertes evidencias de que no evolucionó desde que el humano salió de África.
La imposibilidad de debatir en el ring
En 1971, Noam Chomsky tuvo un recordado debate con el francés Michel Foucault sobre la naturaleza humana. Fue en la Universidad de Amsterdam dentro del International Philosophers Project. Las pocas grabaciones que quedaron de aquel encuentro muestran a estos dos gigantes del pensamiento del siglo XX serios, serenos, como dos boxeadores midiéndose sobre un ring.
—¿Por qué cree que esos debates entre intelectuales ya no tienen el peso que tenían en otra época?
—Ese debate fue en Holanda. No están dadas las condiciones para que se pueda repetir algo así en Estados Unidos. En muchos países europeos, e incluso en América Latina –como en Argentina–, se dan discusiones en los medios de comunicación que no existen en Estados Unidos. Una vez me invitaron a La Habana para discutir la situación de los negocios en Cuba y hablamos con total normalidad. Cada vez que estoy en la televisión iraní o rusa puedo hacer duras críticas al gobierno norteamericano. Pero no puedo hacerlo en la propia televisión de Estados Unidos. Además, si estás en la televisión de Estados Unidos sólo te dan 30 segundos… Se perdió el pensamiento crítico.
—Más allá de eso, ¿en qué sí es optimista?
—No se puede negar que hubo cambios significativos en las últimas generaciones. En ciertos aspectos, Estados Unidos es un país más libre. Cuando llegué al MIT en 1955 estaba dominado por hombres blancos, obedientes, que hacían sus tareas. Ahora es totalmente diferente. Y ocurre en todo el país. Lamentablemente no hay activismo. La campaña de Bernie Sanders fue interesante por esa razón: despertó ese activismo dormido en cierto sector de la sociedad estadounidense. Estaba ahí. Sólo había que espabilarlo.

Elmore Leonard: 10 reglas para la escritura

El 16 de julio del 2001, Elmore Leonard (1925  - 2013), el maestro de la novela policial, escribió para el ‘New York Times’ diez simples reglas para una correcta narrativa. Dicho ensayo después de un tiempo se sintetizó en un llamativo libro con ilustraciones de Joe Ciardiello.
  1. Nunca empieces un libro hablando del tiempo para dar ambiente, aunque sí que puedes hacerlo si quieres para mostrar la reacción de tu personaje ante ese tiempo.
  2. Evita los prólogos. En una novela, el prólogo se usa para hablar sobre la historia de fondo de los personajes. Y esa información la puedes deslizar también en cualquier otro punto de la historia.
  3. Nunca uses otro verbo que no sea “dijo” para acotar el diálogo. El diálogo pertenece a los personajes y las acotaciones son el lugar en el que el autor mete su nariz para que el lector sepa quién está hablando. El autor debería ser lo menos invasivo posible.
  4. Nunca uses un adverbio para modificar ese verbo “dijo”. Éste es un pecado mortal. Al utilizar esos adverbios, el escritor se expone por encima de sus personajes, distrayendo al lector e interrumpiendo el ritmo del diálogo.
  5. ¡No te excedas con los signos de exclamación! Para hacerte una idea, imagina que no se te permiten más de dos o tres exclamaciones por cada 100.000 palabras de prosa.
  6. Nunca uses expresiones como “de repente”. Esta regla no necesita mayor explicación. He comprobado que los autores que más usan este tipo de expresiones son también los más generosos con sus signos de exclamación.
  7. Utiliza los dialectos regionales lo menos posible. Una vez empieces a transcribir fonéticamente esos dialectos, no serás capaz de parar. Así que lo mejor será que no tomes ese camino.
  8. Evita las descripciones detalladas de los personajes.
  9. Lo mismo es también aplicable a los lugares y a los objetos, a no ser que seas Margaret Atwood y seas capaz de pintar con tu lenguaje.
  10. No escribas las partes que los lectores se suelen saltar. Piensa en qué es lo que tú te sueles saltar en una novela, y no malgastes tu tiempo (ni el de tu lector) en escribir esos trozos

"Esa mujer". Cuento de Rodolfo Walsh

El coronel elogia mi puntualidad: Es puntual como los alemanes ­dice. O como los ingleses. El coronel tiene apellido alemán. Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito. Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común. 

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga. Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme. Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra. 

El coronel sabe dónde está. Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky. El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente. Esos papeles ­dice. Lo miro. Esa mujer, coronel. Sonríe. Todo se encadena ­filosofa. A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba. La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos. ¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo. Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice. 

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento. Entra su mujer, con dos pocillos de café. Contale vos, Negra. Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita. La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto. ¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello. El coronel se ríe. La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir. Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa. -Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me ocurre. Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio. -¿Y esto? La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura. 

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda. -Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer. ¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso. -Le pegó un tiro una madrugada. La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren. Pero el capitán N. . . Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo. ¿Y usted, coronel? Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelta alrededor de la mesa. Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted. Me gustaría. Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende? 

Ojalá dependa de mí, coronel. Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo. Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores. -Mire. A la pastora le falta un bracito. Derby -dice. Doscientos años. La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida. ¿Por qué creen que usted tiene la culpa? Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió. 

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método. -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel. ¿Qué querían hacer? Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote. Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo. -Y orinarle encima. 

Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso. No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa. Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada. El coronel bebe. Es duro. Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. 

Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso... Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta. Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada. Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida. ...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. 

¿Le molesta la oscuridad? No. Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor. Vuelve a servirse un whisky. Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano. Bruscamente se ríe. Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra. Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra. -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente. ¿Pobre gente? Sí, pobre gente.

El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino. Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos. Ah, bueno ­dice. ¿La vieron así? Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo... La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. 

Yo también me sirvo un whisky. Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta. Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua. A mí no me podía sorprender. Pero ellos... ¿Se impresionaron? Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció. Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba". Beba ­dice el coronel. Bebo. ¿Me escucha? -Lo escucho. Le cortamos un dedo. ¿Era necesario? El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza. Tantito así. Para identificarla. -¿No sabían quién era? Se ríe. 

La mano se vuelve roja. "Beba". Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende? Comprendo. -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos. ¿Y? Era ella. Esa mujer era ella. ¿Muy cambiada? No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías. ¿El profesor R.? -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral. En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable. ¿Enciendo? No. Teléfono. Deciles que no estoy. Desaparece. Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco. -Ganas de joder ­digo alegremente. Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan. ¿Qué le dicen? Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura. Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano. Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme. El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata. La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. 

La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad. Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte. -Llueve -dice su voz extraña. Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión. Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano. Dónde, pienso, dónde. ¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho! Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara. No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho. Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el hombro. ¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice. Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido. -¿La sacaron del país? -Sí. ¿La sacó usted? Sí. -

¿Cuántas personas saben? DOS. ¿El Viejo sabe? Se ríe. -Cree que sabe. ¿Dónde? No contesta. Hay que escribirlo, publicarlo. Sí. Algún día. Parece cansado, remoto. ¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel! La lengua se le pega al paladar, a los dientes. -Cuando llegue el momento... usted será el primero... No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera. Se ríe. ¿Dónde, coronel, dónde? Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí. Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación. Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.