jueves, 4 de enero de 2018

"Atilio López", por Daniel Salzano



Tengo una frase que el día de mañana me servirá de contraseña para acceder al Paraíso terrenal:

– Aspiro al Paraíso, señores, porque el guarda de tranvías Hipólito Atilio López supo entregarme un boleto capicúa.

¿Cómo que qué López? El que además de Atilio, llevaba el nombre de Yrigoyen. El que pasó una buena parte de su corta vida como guarda de la línea 2, la que a ritmo de carabela unía el abismo de la calle Roma con el córner de la cancha de Belgrano. El que por expresa decisión electoral ocupó el sillón de vicegobernador de la Provincia. Y, entre otras muchas cosas – en nombre de los derechos humanos, el agua pura y la cordialidad provinciana – fue acribillado en un hotel de Buenos Aires donde, como los tauras de Borges, acaso muriera como si no le importara.

López Hipólito Atilio, vecino del pasaje Revol, alumno de la Escuela Olmos y atleta dominguero especializado en 200 metros llanos, era, ciudadanos, un gordito de mangas cortas, camisa a cuadros y bigotes peronistas, que mantenía un frasco de Glostora al alcance de la mano porque a él, el pelo le gustaba brillante y con onditas. Le gustaba tanto, en realidad, que cuando ocupaba su puesto en el tranvía, despreciaba ostensiblemente el uso de la gorra reglamentaria colgándola de un clavo. Lo que quiero decir es que su pinta era tan explícita que es el único López, en el Libro Gordo de Ilustres Argentinos, que carga un solo apellido en el currículum: López Buchardo, López Anaya, López y Planes, López Claro, López Furst, López Armentina y el Negro Atilio.

Convertido en líder sindical de los tranviarios, alcanzó la secretaría general prácticamente al mismo tiempo que, en una noche terrible, arriaron a todos los tranvías de la ciudad y los desguazaron en beneficio de unos colectivos que, desde 1969 y hasta ahora, seguimos esperando en la misma cola. Y no han pasado.

A partir de entonces y tras atravesar nadando con la cabeza fuera del agua la procelosa corriente del Cordobazo, López llegó, secundando a Obregón Cano, a ocupar la Casa de Gobierno.

Estamos hablando de 1973, ciudadanos, el año en que, por rojos, balearon hasta a los hinchas de Independiente, y que aquí, a Córdoba, lo mismo que en el poema de Kavafis, llegaron los bárbaros. Llegaron los bárbaros y Atilio López tuvo que irse para siempre. Y desde aquel día dejamos de soñar con los tranvías.

La Historia, ciudadanos, es como una casa vieja que mantiene, durante la noche, las luces encendidas. Y en su interior una explosión de susurros que proviene de los que se han ido. Para comprenderla, debemos entrar y escuchar lo que dicen. Y mirar los adornos diseminados en las estanterías y los cuadros que hay en las paredes. Y pisar la alfombra. Y contar los jarritos de aluminio que hay en la cocina. Y oler los olores. Y abrir los libros para ver si entre sus hojas se esconden pétalos de rosas.

La Historia, ciudadanos, es un boleto de tranvía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario