sábado, 4 de noviembre de 2017

Jorge Abelardo Ramos: "Prólogo a la 'Vida del Chacho' de José Hernández"

Jorge Abelardo Ramos: "Prólogo a 'Vida del Chacho' de José Hernández" (Editorial Coyoacán, 1963)


En el mes de noviembre de 1863 aparecieron en el diario “El Argentino”, de Paraná, unos artículos firmados por José Hernández. Todo el país se había estremecido por el asesinato del general Peñaloza, y el joven periodista, afincado en la tierra entrerriana, transmitió la indignación general a la prosa ardiente de su “Vida del Chacho”.

En su alma nacía ya Martín Fierro, esa especie de arquetipo de todo el gauchaje ultimado por la misma burguesía comercial porteña que había degollado al general Peñaloza. En esas páginas vemos a un José Hernández poco conocido; es el “anti Facundo” por excelencia. Pero no es de lectura obligatoria en las escuelas, como el otro. Tal es la fuerza adquirida por la tradición letal de la cultura oligárquica. Ese solo hecho demuestra que la reorganización de la enseñanza en el país habrá de hacerse de arriba abajo, en los tres ciclos y rehaciendo la ideología de todo el profesorado. Pero esta no será la tarea de un ministro, sino de algo más profundo. Para lograr que las nuevas generaciones adquieran una versión veraz de la historia nacional, será preciso modificar las bases mismas de la sociedad argentina. Algo de eso vio el cantor inmortal cuando habló de que en esta tierra nunca se acaba el embrollo; y que sería preciso esperar a “que un criollo viniera a esta tierra a mandar”. Según se vio más tarde, con un criollo solo no bastaba: pues uno solo puede morir o envejecer, o ablandarse, o defeccionar, que a fin de cuentas es lo mismo. Hacían falta muchos criollos, y que todos ellos “mandasen”, o, dicho en palabras más puebleras, que ordenasen por sí mismos colectivamente su destino. No otro es el fin supremo de la política, y Hernández era un político revolucionario. Cuando los mitristas le quitaron la espada de la mano, empuñó la pluma y cantó para los siglos. La vida y la muerte del Chacho se insertó en su espíritu como un episodio típico de la gesta. La importancia de su “Vida del Chacho”, desde el punto de vista histórico, es en cierto modo similar a la del “Martín Fierro”. Pues, como en el poema genial, Hernández expone aquí, en una prosa sencilla, el itinerario vital de un soldado de nuestras guerras civiles, dotado de una grandeza sin énfasis. Y revela por qué Hernández tanto como Peñaloza eran hostiles a Rosas, al mismo tiempo que a Mitre y a los unitarios.

¿Cómo se explica esto? Es del más alto interés político e histórico esclarecerlo. El autor y su héroe eran federales, pero federales nacionales. Esta distinción es fundamental y la subrayan las crónicas de provincias y algunos libros perdidos del pasado. Pero no ha tenido los honores de ser incluida en los libros que habitualmente circularon desde Buenos Aires, secular usina de prestigio, que tiñe a las ideas políticas de su propio color, aunque nunca es natural sino de tintorería. Pues, en efecto, si había un solo unitarismo, había en cambio dos federalismos. El nacionalismo rosista ha prescindido de este análisis, que debe fundarse no sólo en las distintas ideas políticas del partido unitario y del partido de Rosas, sino en la situación de las clases sociales que los sostenían. Como los nacionalistas aborrecen la idea misma de las “clases”, que consideran una invención infernal del marxismo, se ven obligados a participar con la escuela liberal de la concepción idealista de la historia que sólo ve en la gran pantalla las “sombras” ideológicas desprendidas de los cuerpos reales que las originan.

El partido federal bonaerense de Rosas difería del partido unitario porteño en un “criollismo” fundado en la estructura agraria de la provincia. Eran productores directos y abastecedores del mercado exterior, y si eran “socios” de sus compradores extranjeros, no eran sus lacayos. Su base de poder estaba en los campos y las haciendas, en los saladeros y hasta en las flotillas de transporte. El partido unitario porteño en cambio, era un órgano de la ciudad-puerto. Tendencia de los tenderos, los doctores y los importadores, el célebre partido de las “luces” retrataba en sus ínfulas y su política los intereses de la burguesía compradora y de todos los sectores intermediarios con el capital europeo. Para un hacendado, pactar con las escuadras francesas era un baldón; para los unitarios, un honor. Pero tanto la Provincia como la Ciudad estaban unidas en esa superior unidad geoeconómica que la Corona española llamó la “Provincia Metrópoli”, donde se concentraba todo el poderío rentístico del Virreynato, que la Revolución de Mayo no alteró.
La provincia bonaerense vendía sus frutos a través del puerto de la ciudad y percibía los beneficios de su producción en la ciudad misma, donde los estancieros, generalmente, tenían su hogar. Tanto los hacendados como los comerciantes usufructuaban en común la ventaja exclusiva del puerto único, que alimentaba la Aduana y ésta el Crédito Público, según lo enseñó Alberdi. Este grupo de intereses se enfrentaba a las provincias, que no podían comerciar con el extranjero sino por medio de Buenos Aires; y Buenos Aires se embolsaba todas las ganancias derivadas del trabajo del conjunto del país. Alberdi planteó incisivamente en esos términos el dilema entre Buenos Aires y las provincias.

Cuando Rivadavia quiso “unificar el país a palos”, llevado por la ceguera de quien había vivido en Londres pero jamás había pisado La Rioja, todo el país se levantó contra él; y los hacendados bonaerenses advirtieron que era mucho mejor dejar el país desorganizado que provocar una guerra de unidad nacional encabezada por las montoneras provincianas, capaces de conquistar Buenos Aires y nacionalizar la Aduana. Entonces se hicieron “federales”, transformando esa palabra en sinónimo de localismo. Pero este federalismo, que convenía a Buenos Aires tan sólo y le permitía disfrutar a solas la suculenta Aduana nacional, llevaba la postración a las provincias, que sólo podían progresar mediante los recursos aduaneros distribuidos igualitariamente y empleados para industrializarlas.
De ahí que hubo un partido “federal” en el Buenos Aires de Rosas, cuya política consistía tan sólo en dejar en paz a las provincias, para que se comieran su propia pobreza, y un partido unitario porteño, obstinado en “organizar” el país en beneficio del capital extranjero, ávido del mercado interior. A su vez, las provincias se llamaron federales, pero no por separatistas, que maldito si les convenía, sino para enfrentar a las fuerzas unitarias porteñas, siempre dispuestas a imponer su orden en las provincias a sangre y fuego. Las provincias federales toleraron a Rosas mientras no tuvieron más remedio que defenderse de las continuas tentativas intervencionistas. Pero recibieron con alegría su caída cuando el entrerriano Urquiza se levantó contra el Restaurador en 1851. Creyeron que al fin podría “organizarse el país”, esto es, que la hora de las privaciones había terminado. Ese fue el sentido nacional de la empresa que Urquiza abandonó luego y cuya traición le costó la vida a mano de sus propios adictos. Por eso apoyaron a Urquiza al principio desde los guerreros de la Independencia hasta José Hernández y Juan Bautista Alberdi, caudillos como Peñaloza e intelectuales como Gutiérrez.
Eso explica que el general Ángel Vicente Peñaloza, el célebre Chacho, haya sido capitán de Juan Facundo Quiroga y aliado de Brizuela contra Rosas, que haya acompañado a Urquiza y se levantara contra Mitre. Por la misma razón Hernández increpa a Sarmiento y al partido unitario y se llama federal, al mismo tiempo que condena el gobierno de Rosas.
Hernández y todo el partido federal de provincias se comprenden tan sólo si se los juzga, en el lenguaje contemporáneo, como expresiones del nacionalismo democrático, que es la verdadera tradición histórica de las fuerzas populares argentinas.

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